6 nov 2009

Rollos matutinos 25


Agujero.


De Madrí al cielo, pero con un agujerito para seguir viéndolo. Dice el refrán castizo de Madrí. Así, acabado en i, claro, que lo de hacerlo en id es sólo cosa de guiris, o típico remilgo de un cierto tipo de pedante que ya casi ni queda. En cualquier caso, de ponerse a rematarlo con consonantización lo suyo sería en cualquier caso en z, claro. Pero lo chachi es Madrí. Claro que sí. Qué duda cabe. La capital de la Mancha. El foro. Y el único pueblo que tengo. En él acabo de pasar unos días estupendos.
Ah, la gran ciudad.
Hace poco, en una fiesta comilona en un restaurante de la sierra formada en su mayoría por clases medias de la capital de provincia, cuando ya empezaban a faltar temas en la larga sobremesa, alguien me convirtió en el centro de la conversación del grupo de comensales cercanos refiriéndose a mí con la advocación de “este hombre” para hacer mía una proclamación que sólo era suya, que yo sí que había sido sabio, anunció, por lo visto, al elegir la tranquilidad del que huye del mundanal ruido e instalarme en el Barranco, donde vivía completamente feliz. En realidad se trataba de la típica coletilla tópicofestiva del típico urbanita que cuanto más provinciano menos gusta del campo y más de ese vicio aparatoso de loar las purezas del ambiente campesino que ellos han dejado atrás, gracias a dios, y las ciudades han perdido, desgraciadamente. De pronto toda la atención del grupo se centró en mi persona sin que yo hubiera dicho nada. Creo que me preguntó si no era así, y entonces yo dije que si, que aquí el aire era limpio y que el paisaje impresionante y que el clima perfecto, que era mucho el tono pastel de los colores en otoño y el intenso colorido de todo en los cálidos inviernos, y que estaba el mar, claro, y la montaña, y el derecho al espacio y a mirar el cielo y las estrellas, a pesar de que los alumbrados públicos urbanos hacía mucho tiempo ya que habían llegado deslumbrantes hasta el campo al igual que los yogures desnatados, sí, pero que me faltaba una cosa en el paraíso. ¿Cuál? pasó a ser la pregunta que flotó en el aire hábilmente inoculada. Qué, preguntó alguien tras un instante rompiendo el suspenso de atención que yo había creado. Una puerta. Dije. Una puerta que estuviera en algún sitio oportuno de mi casa y por la cual accediera como a cualquier otra habitación a la Gran Vía por ejemplo, dije, y viceversa, que cuando quisiera yo acostarme o me cansara de estar por allí con la misma facilidad accediera al futón querido de mi habitación y al espacio abierto a las anchuras siderales del Barranco, pasadizo este por el que estaría dispuesto a dar a Mefistófeles la parte de alma que correspondiera en justo precio. Todos quedaron callados. Unos pensando que ya había hablado el creído pijotero, otros sorprendidos en verdad porque se pudiera imaginar al menos maravillas tales. Cuando se acabó la reunión recuerdo un menda que yo no conocía de antes que al despedirse me deseó con verdadera simpatía que a ver si conseguía mi deseo, y que, si era el caso, no dejara de decirle como contactar con el Mefistófeles ese, que desde luego, estaba claro, era un trato que a él también le interesaba.
Y es que es eso.
Pero... ¿qué es lo que tienen las ciudades de tan atrayente?, preguntó alguien entonces. Porque al parecer él no les veía otra cosa que no fuera los inconvenientes de la contaminación, el ruido, el estrés y el hacinamiento. Horrores estos que además, según su criterio, estaban para más inri y dolor, cada día más deshumanizados. Yo me dije que debía ser él el que lo supiera, puesto que en una ciudad se había puesto a vivir mientras que no paraba de echar de menos, de boquilla, las excelencias del campo del que, probablemente, había salido huyendo, pero le di mi opinión muy resumida porque no era la primera vez que me había parado a pensar en eso y la tenía muy clara. Pues la posibilidad de hacer todo con vicio, le dije. Sí. Vicio. Entendido como cantidad, variedad, es decir, exageración, sobreabundancia. El vicio no sólo entendido en ese aspecto oscuro referido al mundo de las malas costumbres, que también, claro, cómo no, sino más bien a la sobreabundancia. En todo, en lo cultural, en lo profesional, en la vida social, en eso que se ha dado en llamar oportunidades... En todo. En una ciudad tienes más de todo. Y eso es lo que yo quiero decir con Vicio y es lo que creo que es el atractivo irresistible de la gran ciudad. O mejor dicho, la sensación de que se tiene la posibilidad de eso. Porque la realidad es que luego, la inmensa mayoría de los urbanitas, no utilizan esa ventaja en absoluto sino que se auto limitan en sus relaciones a estructuras tan estrechas y cerradas como las que tendrían en la más pequeña aldea, aprovechando de la urbe nada más, ciertamente, que el agobio del humo, la estrechura, y demás incomodidades del amontonamiento. Y sin embargo siguen ahí, encerrados los unos sobre los otros en los pocos metros de sus zulos, por los que se hipotecan de por vida. Formando parte de la aglomeración. Que es el caldo de cultivo que hace crecer a las ciudades. La aglomeración. Que cuanto más se apelotona más deprisa se aglomera. Y es que el apretujamiento aumenta la feracidad del crecimiento de forma directamente proporcional al índice de aglomeración del aglomerado. La reconcentración de secreciones y de flatulencias funciona como el liquidillo ese que engrasa el refocile y la fricción de los gusanos en las gusaneras, que también cuanto más se arrepelotonan más gordas se hacen.
Y eso es ni más ni menos lo que tiene la gran ciudad de imprescindible. Pero yo ya no estoy para poder disfrutar siempre de eso, necesito anchura, y por eso, vendería mi alma por la suerte de trampilla que me uniera de inmediato asceterio y revoltijo.

Cierto que hoy en día las comunicaciones ofrecen ya algo de eso. Interné te lo da pero es virtual. Y con el coche o el avión te pones en un plis plas en donde sea, pero claro, no es lo mismo que esa puerta ideal de mi deseo y, encima, además de no ser tan inmediato, has de tener un montón de dinero. Lo chachi, como la i de madrí, es esa puerta mágica que, por cierto, es posible que sea un sueño tan viejo como el Hombre, y que, ahora que lo pienso, si es que viene a ofrecérmela por fin algún tratante en almas, le voy a pedir que me haga un mocho y que, al tiempo que comunique con la esquina de Gran vía y Montera, ya puestos, que lo haga con otros muchos sitios, pa qué pensar ahora en nombres, cualquiera que en el puto momento de antojar se me antojara. O antojase.

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