6 feb 2013

Rollos matutinos 76

Caravelle
En la pared de mi escritorio, si se puede llamar así a ese sitio donde tengo mi ordenador en el que paso los años frente a él pensando en escribir sin escribir una sola palabra, tengo pinchadas multitud de notas. Fotos, citas, apuntes que un día fueron claves para intentar desarrollar después ideas y que luego quedaron en performances de intenciones polvorientas sin sentido colgadas con chinchetas. Lo mismo pasa en mi sesera con las brillantes ideas. Pero ahí las inscripciones enseguida se esfuman poco después de ser leídas con el mismo ojo ilusorio que las escribe sobre un soporte tan imperecedero que es en realidad inexistente. Algunas reaparecen de vez en cuando con el tiempo para volverse a perder casi enseguida. Pero la mayoría se disuelven en la nada para siempre dejando sin parar lugar a otras que se van por el mismo camino echando leches. Sin embargo, las notas polvorientas que penden de una chincheta en la pared de ese sitio que podría llamarse mi escritorio, siguen ahí estáticas frente al paso de los días, que de pronto son años, aunque muchas luego uno no pueda saber por más que las mire por qué coños las colgó ahí enfrente como si fueran una cosa importante que no había que olvidar. Otras de pronto logran al mirarlas sin querer, llamar de nuevo la atención con una chispa de contenido luminoso. Este es el caso hoy de tres papeles que están pinchados juntos. Los descuelgo y te los paso:
El más grande es una foto negra en blanco y negro recortada de un periódico de vete tú a saber cuántos años de eso, titulada PATERA DE JUGUETE, que es un medio plano de siete negros metidos en una barca inflable para niños de las de todo a veinte duros. Porque la foto es del tiempo de los duros. Y habla de gente muy dura. Están los siete que apenas caben en el flotador barca juguete que casi se está hundiendo en las aguas negras de la noche que forman el fondo de la foto, asustados y abrazados en una noche negra, en medio de un mar negro, intentando llegar a las costas del territorio Español, en el momento en que la Guardia civil los ha descubierto. Uno está de espaldas a la cámara, y otro cabizbajo enfrente suya tiene la cara oculta por el cuerpo de este. Los otros cinco miran al objetivo que les está retratando y dentro de su susto sus gestos son extrañamente altivos. Debí pincharlos ahí en la pared de la intención de mi recuerdo para escribir algún tipo de testo inflamatorio contra la actitud que mi mundo tenía ya con ellos hace todos esos años que a lo mejor puede que sean más de diez y más de quince. Creo que hay una máxima, de todas las que entonces debieron formar el texto de la indignación en mi cabeza, que ha perdurado en mi memoria porque me la he repetido a lo largo de este tiempo muchas veces, como un resumen titular de todo lo que siento, siempre que me he ido encontrando con ejemplos de cierto tópico típico en la opinión de mi entorno sobre eso que llaman el problema de la inmigración, que va cada vez más por decir, yo no soy racista, pero aquí ya no cabemos más. A lo que yo siempre me digo: pues no se, pero puestos a elegir así de entrada, yo prefiero milmillones de veces a un puto negro cojonudo de esos que arriesgan todo por cojones, a cienmilmillones de abundios de estos sin güevos que buscan, en este mundo nuestro, desde la primera teta, la seguridad plana y sin cambios de una mediocridad segura en la que no tengan nunca nada que arriesgar. También sé que todo es más complejo y que en el fondo lo que buscan la mayoría de esos negros echándole cojones es pillar todos los colesteroles de esta sociedad basada en el consumo de los otros, huyendo de la zona objeto a consumir a la del paraíso de los consumidores. Pero eso es algo como la vida misma y por eso digo que sé que todo es más complejo. Miro la foto ya amarilleada por el tiempo y pienso en todo lo que querría decir sobre estos negros en el momento en que la colgué, ahora prácticamente olvidado para siempre, y pienso en lo que querría decir ahora sobre ellos, y veo como en un flash de sucesiones de imágenes borrosas el cambio que la escena social ha ido dando en todos estos años. Al principio del fenómeno patera, cuando llegaban a la playa y echaban a correr barranco arriba preguntando a los sorprendidos campesinos que encontraban en el campo por un tasialmería, y ahora, que todo el mundo está harto de verlos y traen quizás las mismas barcas de juguete pero con gps y un ipod de última generación cada uno en el bolsillo para contactar con su punto de apoyo antes incluso de llegar a tierra. En aquel entonces empezaba aquí el ascenso a los cielos de la sociedad del bienestar que nos ha llevado ahora al pum de la burbuja justo cuando empezábamos a creer que esto era jauja para siempre. Así que, dejando correr nuestra mente por el vaivén de aconteceres que han ido amarilleando a lo largo de los años que han pasado los negros de esta foto colgada en la pared de mi escritorio, se podría hacer un análisis sociológico completo del rumbo hacia Occidente de este país nuestro siempre a la cola y lampando por aparentar como los nuevos ricos. Ese saltar de ser paletos más bien de corte agro rural a listillos de la movida cultural del pelotazo. Ese pasar rápidamente del culto al chorizo de taberna al de chorizo culto de fogones michelín. Al final ya hasta las marujas más catetas llevaban de la tele a sus cocinas recetas de menús destructurados. ¿Es representativo en este orden de cosas que algunos grupos de gitanos nacionales llegaran a quejarse, diciendo que ¡ellos también eran personas!, por tener que compartir ¡na menos que con los rumanos! espacio en sus polígamos? Pasamos de andar a real y media manta a comprar a euro y por docenas la manta de cosas que nos hacían los chinos. ¡Exijo hablar directamente con la niña china que me ha cosido mal los pantalones!, decía una web satírica viniendo muy al caso de lo que estaba llegando a pasar aquí cuando hizo pum la pompa de jabón que abrió la crisis financiera. Con ella, se nos abrió bajo los pies el suelo frágil de aquel sueño de horteras que sostenía nuestro encanto y desde entonces no hemos parado de caer y recaer de nuevo en la miseria que tanto forma parte de nosotros y que sin embargo habíamos olvidado tan pronto y tan deprisa. Ahora vivimos cayendo en un caer que vive como parado en el tiempo sin querer pensar que a lo mejor el suelo de este batacazo va a estar aún más abajo que aquella España miserable de la que no hace tanto nos aupamos poniendo el pie sobre los otros. Los otros que, a fuerza de currar para nosotros como esclavos allá en mundos perdidos se han hecho los dueños del negocio planetario. Y ahora ya empiezan a plantearse que puede que sea el momento de que seamos nosotros los que tengamos que empezar a trabajar para sus jefes como chinos. Qué de historias. Miro otra vez este grupo de negros abrazados en su patera de juguete y observo lo fuertes y sanos que parecen. Están en su plena juventud e irradian la belleza que es pura energía. Ahí van, o mejor dicho aquí vienen, en ese flotador de plastiquirri que lucía una leyenda a modo de marca sugestiva en la proa de una de sus bordas: Caravelle. Qué habrá sido de ellos en todos estos años. Ahora ya serán negros maduros. Maduros en edad y en relación con el nuevo mundo que alcanzaron. ¿Cuáles habrán sido las novelas de sus vidas? Cuántas vidas de este territorio habrán interactuado con las suyas y en qué modos precisos. Cómo habrá sido el desarrollo de sus sueños, la aparición de sus desencantos, los logros de sus alegrías. A quiénes habrán inafricado con sus polvos. Qué material la de estos siete cuentos personales para escribir la historia general de las dos últimas décadas.
Miro otra vez la foto de los negros en medio de lo negro de la noche metidos en el mar en su barca inflable de juguete y recuerdo las veces que he dicho -siempre que me he encontrado con esos que miran a esta gente como si estuvieran quitándoles algo de lo suyo, que vienen a decir con su mohín de afilada corrección, es que no es posible que se venga para acá todo el que quiera-, que antes en el siglo XVIII a los esclavos había que cazarlos y pagarles el viaje de algún modo, pero que ahora no sólo son ellos los que se lo tienen que pagar muy caramente, sino que encima las duras pruebas que tienen que vencer ellos solitos para llegar a sus puestos de trabajo se encargan de que sólo lleguen los más fuertes. A hacernos las cosas que nadie quiere hacer. Y encima decimos que son una invasión y arrugamos el hocico. Prueba de que vienen porque les traemos es que ahora que ha bajado la necesidad de su servicio con la crisis, han dejado de venir en proporción directa. Pero, en cualquier caso, si es que vienen porque les da la real gana, tiene todo el derecho cualquiera a ir donde le salga de su antojo. Al menos yo eso es lo que he hecho siempre a lo largo de mi vida. Ir donde he querido y he podido llegar. Y nunca me he preguntado si tenía derecho a ir donde quería o a estar donde estuviera, pues eso lo he dado siempre por sentado al margen de cualquier otra ley que no fuera la mía. Las leyes fronterizas de los mapas son, cósmicamente hablando, lo mismo que las del derecho de pernada. Que nunca pueden ser consideradas de ningún modo legales, pero que mientras subsiste su imposición legalizan hábitos del todo criminales haciéndonoslos ver como el mejor orden posible por establecido, en un: ¡A ver si no cómo va a poder ser de otra manera!
Pues con un par de güevos, si señor. Caiga quién caiga, aunque sea uno mismo. Así es como se puede conseguir dar la vuelta a las cosas. Por eso debí de guardar el recorte de la hazaña de estos negros. Espero que hayan sido más o menos felices, porque se lo merecían, me digo guardando el papelito. Y que no hayan acabado luego resultando gilipollas, me aviso a mí mismo de algo que por supuesto sé que pasa, y que se puede ilustrar con aquél chiste que contaba Lascha. Lascha era un georgiano con el que coincidí en Berlín y que contaba muy buenos chistes siempre con moraleja. Sobre la inmigración contó una vez uno que decía: Esto era una familia de inmigrantes que llegan a Alemania y que después de un terrible periplo ya sólo les queda cruzar la frontera por un sitio que es una quebrada tan estrecha que se podía intentar cruzar de un salto. Primero salta el padre, y cruza. Después salta el hijo, y cruza. Por fin salta la madre y se despeña perdiéndose de vista hacia el fondo insondable del abismo fronterizo. El hijo se pone a llorar y el padre le dice, ¡Hijo, qué haces llorando por una extranjera! Pues eso. Sirva también el mensaje de esta chanza para exponer otra cara del complejo polígono que quise introducir con lo de salir después de todo gilipollas, la de los que después de pasarlas putas y saltar por fin al nuevo mundo, se descuelgan con que se han traído pegado al culo un fardo seminal de religiones pegajosas y costumbres denigrantes que parecían ser de lo que huían y es lo que se ponen a incubar. Estas cosas sabido es que pasan. Pero es que la estulticia es una de las cosas más comunes a todas las razas y culturas de todo el género humano por igual. Y no iba a ser distinto por tratarse de inmigrantes.
En cualquier caso… Ni es este detalle base que pueda justificar la tendencia xenofóbica de los abundios medios, ni tampoco es cosa que quiera yo dejar de tener claro a la hora de pensar sobre el asunto. Porque no sirve de nada ver las cosas sesgadas sino en su completo como son, y por eso me lo digo aquí a la hora de hacer esta reseña de aquella nota que pinché en la pared de ese sitio que se podría llamar mi escritorio y que está enfrente del monitor en donde paso gran parte de mi tiempo pensando en escribir sin escribir una palabra. Desde entonces la foto ya se ha puesto amarillenta, y ahora, por cierto, quién lo iba entonces a creer, somos nosotros ya, dicen, otra vez, un país productor de emigrantes. Así que habrá que cerrar esta disquisición tratando de pensar qué gilipolleces nuestras serán las que se empeñen en perpetuar estos jóvenes nuestros por esos países de por ahí por donde se están yendo. Y que tipos de normas sagradas de allí donde caigan les resultarán tan degradantes como para ponerse queriendo o sin queriendo a combatirlas con su cotidianidad en contra de las leyes normalmente establecidas. Considerándolo desde el punto de vista nuestro, tan amigo del España es diferente, y de el de los de donde están, probos ciudadanos que se sientan invadidos por esos mediomoros. Porque sólo mirando las cosas desde todas sus verdades podremos sacar la buena perspectiva a lo que hasta ahora sólo nos poníamos a mirar desde una de sus caras. Claro que, en cualquier caso, no tienen nuestros jóvenes para emigrar necesidad de andarse con pateras. Y en su mayoría pueden permitirse ir por ahí así como que en un plan fino. No es aquello que fue un día de lo de la maleta de cartón atada con una cuerdecilla. Ahora, comparados con lo de los africanos, lo suyo es un viaje de tipo turista con billete de ida y vuelta y con un montón de seguros contratados. No quiero quitarle mérito a su valor ni sabor a su aventura, que serán los que sean como no puede ser de otra manera, pero a epopeya épica les dan mil vueltas los de la barca de juguete. Así que, guardo el viejo recorte de la foto queriéndome quedar en la memoria con el brillo de la gesta de estos negros, como una gema valerosa del poema humano, como un destello de métrica gloriosa a recitarme en momentos decaídos, al margen de que luego el poemario que la engasta sea o no una mierda de rima en su conjunto.

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