10 oct 2010

Rollos matutinos 44



Razón social


Estamos hablando sobre los pringues. Después de cenar. Yo y mi tronco. Unos tallarines orientales al wok. Con sus verduras y su poquito de salmón y su salsa tai-hot. Riquísimos. Y entonces, mientras le damos para rematar a un quesito francés con unas tostaditas y un vinito de Navarra tan bueno como barato, digo yo que así nos las dé todas la crisis. Previamente mi compadre me ha contado de que si existen todavía los contratos de trabajo fijos. Yo le he dicho de tirón que en eso hay tal lío que ni dios sabe lo que hay, pero que de fijo, fijo que ya no queda nada. Porque no tengo ni idea del follón que se tienen montado con eso de los cien mil tipos de contratación, pero tengo muy claro que se lo han hecho así de lioso para aumentar la posibilidad de hacer con la gente lo que quieran. Me explica entonces como ejemplo de su duda que el Fermín, que lleva trabajando para el ayuntamiento tres años, no es fijo sin embargo. Porque parece ser hay una coletilla en las estipulaciones que dice que aunque no cierre la empresa, si cambia de actividad, pueden despedir y volver a contratar cuando lo quiera. Ya no existen las indemnizaciones por despido. Dice mi colega. Claro, digo yo, desde hace ya mucho tiempo. Y menos todavía que quieren que existan ahora. En realidad esas cosas están mucho peor que cuando Franco. Entonces él dice que menos mal que él no ha pringao mucho. Y yo le doy un traguillo al vino, que le pega con unas lonchas de lomo a las finas hierbas que me acabo de comer, y le digo que esta tarde precisamente, mientras subía con el coche de la playa, se me ha ido el santo al cielo pensando justamente en eso. En que quizás no habremos hechos grandes cosas en esta vida de la que hemos tirado eso que se dice el tiempo del núcleo productivo como un anillo al agua. Pero que pringar no hemos pringao. Bueno, lo justo, para darse cuenta de lo que es. Por que otros pobrecillos... la mayoría... se han tirado toda la vida en un pringue completo. Para pagar hipotecas y criar cuatro criaturas de las que a lo mejor ni siquiera están contentos de verdad y que van a ser sin ningún lugar a dudas tan pringaos como ellos. Yo no he pringado nunca, dice entonces mi tronco categórico. Bueno, nunca nunca..., digo yo. Nunca, zanja él, tu a lo mejor sí, cuando trabajaste en la fábrica. No, le digo yo, precisamente. Ese tiempo que trabajé en la fábrica allá por los setenta en mi primera juventud son ciertamente los que menos interpreto yo por pringue. Aquello para mí era como una obra de arte. En realidad, aunque currara como los demás en las cadenas de montaje, yo estaba allí en calidad de agitador de masas. Eso no era en absoluto un trabajo para mí. Era todo lo contrario, un proceso creativo y excitante. En el fondo, más dentro de la mierda de la mística pura que de la del mundo de la producción. Sólo al final, cuando con la Transición empezaron esas ilusiones a oler a la pura mierda que eran, fue cuando me sentí currante. Pero sólo fueron seis meses y enseguida lo dejé. Recuerdo con detalle la mañana en que me levante a deshora para ir corriendo como siempre tarde a currar y me miré al espejo y me dije que aquello, levantarme antes de que me lo pidiera el cuerpo, para ir a pringar, no me lo iba a hacer yo más en la vida. Luego lo he tenido que hacer. Claro. Pero todo lo poco que he podido. Se podría decir que aunque el trabajo siempre me ha perseguido yo he corrido más deprisa. Sin embargo, de vez en cuando, me ha cogido algún tiempo entre sus cuernos. Entonces, hemos hablado sobre qué era pringar para uno y para otro. Mi tronco decía que para él quizás la diferencia era cotizar, que en los trabajos negros en que no había cotizado no se sentía que hubiera pringado exactamente. Yo lo tengo claro, pringar es siempre que curras por dinero. Después hemos disertado sobre que hay gente que consigue dinero y que no pringa. Desde luego. Eso es una de las genialidad que me frustra no haber sabido dominar. Y he recordado, mientras le daba un poco de lomo a la gata, que me lo ha pedido exigiendo mi atención con su patita desde su asiento de al lado, una anécdota de Picasso, que un día estaba en un restaurante caro y en una de las mesas unos estudiantes se encontraron con que no podían pagar la cuenta. El responsable del restaurante estaba muy enfadado y entonces Picasso lo llamó. Cogió una servilleta, hizo unos garrapatos y los firmó y se los dio preguntando si eso sería suficiente para pagar la cuenta de la mesa esa. El pringao se fue en la gloria, babeando y haciendo reverencias marchando para atrás con la santificada servilleta en la mano temblorosa. Después hemos conjeturado sobré cómo se debió sentir Picasso de divino y desde qué altura celestial debió de comprender los asuntos del valor humano y de la sustancia de la economía mundial. Y del pringue tan grande de el del restaurante. Que no hay pringue mas profundo que los del borde alto de la clase media, sobre todo si se dedican a currar para las clases altas. Y de la genialidad tan imposible que hubiera supuesto el que el destinatario de la pintada servilleta se hubiera sonado con ella los mocos de momento. Todo un tratado de psicología de mercado, de economía aplicada, y de convención social establecida, nos hemos hecho en un minuto y con cuatro observaciones. Es una maravilla cuando las cosas te enseñan sus secretos con ese desparpajo. Tan sin lugar a dudas, y sin que mate el filo incisivo del análisis ningún interés sectorial en la opinión hiriente, ni nuble la nitidez crítica del ojo puntos de vista de clase de gremio ni de profesión alguna.


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