11 sept 2008

rollos matutinos 10




Ropones capisayos.


Veo en la televisión tres jueces. Deben de ser jueces, porque llevan puesto el ropón negro ese que se ponen cuando ejercen. Bueno uno en cualquier caso es una jueza. Mira que es siniestro. El ropón. Tiene en el subconsciente asociado algo del simbólico mito del plumaje del cuervo agorero. Estos de la tele además llevan una especie de cadena al cuello. Un cadenón barroco de eslabones de oro aplastados y cuadrados que además de siniestros les hace aún más arcaicos. Sin embargo se ríen. Se abrazan. Se felicitan con abrazos efusivos los unos a los otros. Tal vez sea los unos a la otra. O la otra a los unos. No sé, da igual. Celebran algo que es posible que sea un nombramiento. Uno ha pillado cargo. Posiblemente ella. Tal vez los tres. Ni lo oí, ni lo recuerdo, ni me importa. Lo que me ocupa la mente son los ropones. Iguales, pesados, sombríos. Sin duda hechos por el mismo sastre o bajo los mismos cánones estrictos de limitación y detalle de la rancia norma de manufactura. Desde luego eran de mejor calidad que los que vi hace poco en directo en un juicio por un accidente de tráfico de un amigo. Yo iba de testigo. La abogada era novata. Se le veía el nudo en la garganta que su novatez le producía. Disimulaba bien pero no tanto si se pensaba que había estudiado cinco años para hacerlo. Estaba allí en el jol de la audiencia intentando atar cabos y aleccionarnos para tener vista en la vista y no quedaba duda de que no tenía puta idea del caso ni era el caso que se hubiera informado sobre el caso ni que el caso le preocupara en el fondo lo más mínimo. De pronto dijo, huy, esperar, que tengo que ir a por la toga, que luego me quedo sin ella, y desapareció por una de las dos puertas que el espacio tenía para entrar en los oráculos, ambas vetadas por sendos carteles avisadores a los que no fueran de la empresa hasta el momento en que el ujier les llamara. Se vio que era un marrón que convocaran al acto y le pillaran sin eso, sin ese trapo negro puesto, imprescindible para el acto de impartir justicia, seguramente de obligado protocolo, de un tipo de tejido sintético a todas luces barato y de muy baja calidad por cierto, a juzgar por dos o tres que había por allí y que ya lo llevaban puesto. Yo pensé, mira, tienen los capisayos esos en uso colectivo y encima racionaos. Y me dije que aunque todos los de los abogados que estaban ya entogados por allí estaban más bien guarros, porque brillaban satinados de mugrecilla como las sotanas de los curas de mi infancia, habría las que estuvieran ya imponibles por impresentables o cargadas de unas pestes que pudieran ofender a quien sin serles propias se las tuvieran que investir aunque fuera sólo por tan serio espacio de tiempo. Empezaba ya a divagar sobre si no sería mejor que las usaran de usar y tirar en papel reciclable y en intentar adivinar cuánto tiempo iba a tardar en adoptarse esa moda en estos tiempos de culto de lo aséptico y de lo desechable y si no es que era ya que se hiciera, o hiciese en muchos tribunales, cuando volvió la abogada ya capisayada y con la misma caraja mental en la cabeza. De pronto vino a resultar que había suspendido el juicio porque habían metido la pata en un error tan gordo como demandar a una compañía de seguros que resultaba que no era la implicada.
Pero los de los tres de la tele eran mejor. Los capisayos. Ropones de pesada calidad. Estos eran cuervos de altos vuelos. Se notaba en la caída de la tela y en la perfección del corte y planchado de los pliegues. Eran caros y de peso. Y fue el concepto de peso el que debió llevarme al de carga y eso unido al de ropón debió ser lo que acabó por hacerme sentir el frío peso cetáceo y murcielaguino del pellejo oscuro, que se echan encima los señores magistrados para envolver sus fallos de justicia. Imagino el frío contacto de esa capa y me espeluzno. Y menos mal que en mi reino no se ponen pelucas blancas, como los ingleses, que no tienen parangón en lo irrisorio.
Deberían acabar con el uso de esos pingos. Por salud social. Esos trapos, como los que sirven de banderas, están llenos de emblemas terroríficos que se arrastran con ellos por el tiempo impregnando el presente con las pestes pasadas que trasmiten en su significación. Con la supuesta dignidad que quiere darse al que lo usa se le arropa en una costra antigua que perpetua en el fondo lo que es de todo menos bueno. Es lo mismo que las coronas de los reyes y las varitas de mando con que se pasan la prevaricación unos a otros los alcaldes.

Dedicado a mi amiga Carmen, que tiene ahora encima todo lo grasoso que la maldita estirpe de ropones tiene. Maldito sea el dios que pernitió que nacieran. O naciesen.

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