24 jul 2011

Personajes 6

Normalita Pérez

Me enteré al vuelo. Oyendo al paso una conversación entre tres tías de la parte baja del montón. Una decía, sí, esa morena…, una muy joven que había tenido muchos problemas con las drogas y eso. Otra dijo, Anivinijaus, creo que se llama ¿no?, esa que sale cantando siempre muy colgá con los pelos muy exageraos muy pinturrajeá… Sí, siguió diciendo la primera, esa tan famosa…
-Todas las que son así acaban igual.
Sentenció la tercera, la más normalita, como quien dice un mantra, haciendo al tiempo que un mohín con los morritos el típico gesto de desdén con la cabeza mientras las tres se iban. Y yo supe de golpe y con pena que aunque habían hablado en presente la Amy Winehause se había ido por la misma puerta que se fue la Janis Joplin. Y comprobé otra vez cómo la mediocridad siempre se alegra de que el que mal ande mal acabe, porque es el único consuelo que le queda al resquemor que arrastra, por no arriesgarse ni a imaginar siquiera que tal vez algo parecido a la genialidad chispeante de una vida con burbujas pudiera ser posible al menos por un rato, sólo con atreverse a romper un poco la rutina de una existencia normal y deprimente, cueste después lo que te cueste.

Después, en casa, puse la tele y comprobé la triste noticia.

Lo siento mucho Amy. Es una lástima. Tenías de verdad esa chispa divina que sólo tienen unos pocos. Espero que si estás en algún sitio sea donde las que son como tú lo tengan todo, aunque después sólo te sirva para tirarlo otra vez como un anillo al agua.




La foto está pillada de
http://greeneyedmonster22.wordpress.com/

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Rollos matutinos 53

Atavío de mil y un atavismos


Cuando leí Las mil y una noches me llamó la atención la cantidad de veces que aparecía en los cuentos el traje como forma de regalo, premio, demostración y acreditación de poder, cargo y nobleza… Siempre andaban recompensando con trajes los emires los gratos servicios de sus siervos y los genios se los concedían a sus dueños entre uno de los deseos que tenían derecho a pedirles por haberles liberado. Y siempre que aparecían en escena, los trajes tenían un significado enorme de riqueza simbólica, pero también traducible al prosaico valor de dirhanes y dinares, y como soporte de oro y pedrerías que les convertían, además de en suntuosos magníficos y maravillosos, en caros. Recuerdo que siempre que salían a relucir otra vez en la trama del relato, casi siempre con la misma formula repetitiva, pensaba yo en lo significativo de ese detalle y en lo arcaico que resultaba visto desde ahora en este mundo occidental y nuestro en el que impera el pretaporté barato hecho con mano esclava china. Pero resulta que me estaba equivocando. Si seguirá siendo significativa, la figura del traje, que le acaba de costar la posición y la decencia a un alto mandatario de un reino del Reino. Claro que su tierra siempre ha tenido ese aire extravagante que alimenta los sueños orientales, no hay más que pensar en las batallas de moros y cristianos, el humo de las fallas, y en el perfume exótico que evocan las propias mandarinas y naranjas. Quizás por eso se crían allí personajes tan de fábula grotesca como él o la Rita Barberá. Creo que en Las mil y una noches sí se utilizan más de una vez los trajes para conseguir hechos. Pero me asombra que hoy, alguien que esté supuestamente puesto en este mundo, investido encima de responsabilidad pública y poderes, se deje a estas alturas seducir por trapos y perder por ellos hasta la misma honra, por muy buenas fibras que les formen y mucha altura que pretendan conferir con su costura al que los lleve. Más me parecía que fuera esa debilidad cosa de putas, legalizadas en santos matrimonios o queridas pelanduscas, y en especias de pieles de bisones o prendas interiores parisinas y picantes. Pero incluso en esos casos creía yo que eran ese tipo de regalos una costumbre irrisoria y demodé. Claro que en cuanto a fibras cargadas de sentido también hay quien pierde la razón por las simples banderas. Y no será casualidad que en este caso se hayan unidos el vicio torpe de pirrarse por los oros de solapas de hilo fino y la obsesión por adorar los pingos nacionales pinchados en las instituciones de las astas, de la sangre de los toros y el humo de los altares. Al fin y al cabo todo queda dentro del mismo mundo de pendones y pendejos. Alguien me dijo el otro día que no era para tanto el delito de los trajes. Yo repasé en mi mente y en silencio el regusto a chorizo del nombre del que los había regalado, el Bigotes, en pago por favores innombrables, y el, te quiero un güevo, significativo que le había soltado a través del teléfono pinchado el mandatario, que emocionado por el fino paño del pago del servicio entre sus dedos perdió hasta la cautela. Pero no es nada de eso lo que a mí me pareció recriminable. El trapicheo de la compraventa es la base de la normalidad vigente. Lo que tenía que estar penado en forma estricta por la Ley es el mal gusto del menda, y el turbio placer que encierra el excitarse hasta ese punto por lucir sobre su piel símbolos de semejante corte, es lo único que argumenté en contra del reo. Porque mira que eran horteras los dichosos trajes, que el único valor con que investían al vestir era ese y el de su precio, que ni siquiera, por otra parte, estaba fuera de la mediocridad más repugnante. Luego, por un rato, me dediqué a repasar íntimamente la cantidad de tramas y conjuras y de compras y de ventas de dimes y diretes de influencias en jueces y jurados que el caso iba a seguir generando en el cosmos judicial de aquí hasta que se celebre el juicio para acabar elaborando la sentencia, como forma de comprender la esencia del Sistema de Justicia. Al tiempo había venido a la prensa otro asunto de política textil. El Presidente de las Cortes del Estado que se escandalizaba porque una de sus señorías macho se había atrevido a quitarse la corbata aún con la excusa de luchar contra el calor. Que el decoro en el vestir bien valía un poco de gasto energético o de aumento en la transpiración, vino a decir el Presidente, refunfuñando como una madre conservadora, con su media calva vieja repeinada, que ve de pronto en el pender de las corbatas la bandera de una insignia de valor inquebrantable. Sí será simplón además de meapilas. Y yo pensé lo fuerte que era que nadie se haya atrevido todavía ni siquiera a plantear que ellos puedan hacer con el vestir en la Administración como ellas, que van como les sal’el coño, jugando si les place a ser modelos de moda haciendo pasarela al tiempo que debate. ¿No habrá algo de fondo común en ese unánime consenso misterioso de tragar como algo incuestionable con la gilipollez de la uniformidad del traje en gama gris y la corbata como algo obligatorio por parte de los tíos, con el tabú que cubre la importancia del tamaño? ¿Tendrán algo que ver banderas trajes pollas y corbatas? Vete tú a saber. En cualquier caso, lo que se ve es que tiene tela la política. Tela y pasta. Porque siguiendo sobre el tema de las prendas de vestir politizadas, ha habido otra ahora también que ha venido a coronar la coronilla de una presidencia. Y esta vez la tela ha sido un objeto de negra tradición y dura pasta. Si es que no sumó a sus incorrecciones el estar hecha de carey. Y la lució con devoción una política agresiva. Que al tiempo de ceñirse el cargo que ansiaba desde años se ha puesto la peineta del corpus del señor para pisarles la moral a herejes y laicistas. Haciendo con la rancia y tiesa prenda lo único que por deber no podía hacer. Porque tiene derecho a hacer con ella lo que quiera, ponérsela, quitársela, volvérsela a poner, o metérsela y sacársela cuantas veces quiera por ahí donde le quepa le plazca o la consuele. Todo derecho tiene la señora a hacer con su peineta cualquier cosa imaginable o inimaginable que se le antoje hacer a solas o ante el público en plan particular. Cualquiera menos institucionalizárnosla, que es precisamente lo que le salió del moño hacer a la señora presidenta.
Atavíos de atavismos en un mundo global. Todo sigue funcionando al parecer por el mismo resorte irracional del miedo y del deseo. Aquí sólo ha progresado la Técnica, y el número de miembros de la Piara. Por lo demás el mecanismo rueda con las mismas claves que echó a andar en el momento en que el abundio pasó a considerarse un homínido diferente de los monos. Pero la Piara es ya una gusanera que pronto va a quedarse sin qué agusanar y el Orden Establecido se sigue basando en incitar al gusanillo a que pille más de lo que pueda roer caiga quien caiga. Así se ha llegado al Imperio del Mercado. No sabemos de Dónde ni hacia Dónde, pero hoy nadie cuestiona que Aquí hemos venido a jugar al Monopoly. Y la devastación del crecimiento se ha convertido en bien irrenunciable de consumo. La Vida misma se subasta en la Bolsa de Valores. Y el control de ese flujo de acciones está cada vez más en manos de la Masa. Sí, de la Masa. De pronto el avance de la Técnica permite que el especulador sea un individuo aislado, cada vez más a menudo de puta clase media, que mueve su escueto dinerillo buscando sacarse un minipelotazo. Usando la Internet, al margen de entidades inversoras y aplicando por su cuenta la información que le dan las agencias de valores que salen en el Google. Ese es el perfil de inversor en crecimiento. Y eso infla aún más las pretensiones del Mercado. Se habla mucho de la responsabilidad criminal de la Banqueros pero… ¿Cuántas de estas micro-medianas transacciones se habrán hecho, para especular una mayor ganancia, poniendo por ejemplo, posible y muy explicativo, desde portátiles debajo de las tiendas indignadas del 15-M de Sol, durante las largas noches de acampadas, entre un cuelgue de fotos subversivas en el feisbuk, la bajada de alguna serie puntera de la tele y un reenvío de consignas de la acción antisistema, sin más contradicción que un remordimiento vago tan poco mordiente como sin clasificar?, le pregunté el otro día a un amigo escéptico con mis teorías. Y echamos cuentas y los dos teníamos varias amistades de este tipo de inversores, algunos, incluso, pillados en su mismísima hipoteca por la crisis. Curioso el mundo tecnológico de hoy. La marca del cambio es que ahora dice Mudys, cuidao que tal país es bono basura, y a la velocidad de la luz millones de piratas inversores internautas y vulgares de todas las creencias hacen clik y cambian sus valores a otros predios más rentables como es obligatorio en una economía de mercado. Y la economía hace zuuummm, con la misma misteriosa sincronía con que cambia en el agua de sentido un banco de peces. Dejando en dique seco a seres, países y familias, llevándose de golpe a otros mares la marea de la efímera fortuna. En un instante. ¿Y quién es responsable de eso?, le vuelvo a preguntar al colega que me mira con cierta ironía. Los banqueros, el Sistema, contesta la mayoría de la audiencia. Sí. Claro. Eso seguramente desde luego. ¿Pero sólo? ¿Hasta que punto está libre de culpa el gusanito microespeculador de la consiguiente pudrición de la Manzana? ¿Y el que mete sus dineros para que especule el banco como guarda la cabeza el avestruz? La cosa es muy compleja. Porque no rigen hoy los poderes de Las mil y una noches, donde los golpes del Destino dependen de las leyes de los dioses y la magia, y la autarquía caprichosa de emires y sultanes con ropajes distintivos. En una democracia, sigue sin duda siendo el Destino ingestionable, pero es la Masa al fin y al cabo la que manda, no por el engaño de los votos, que no sirven para nada, sino sin querer, al hacer surgir esa Tendencia que los líderes escuchan para ponerse el traje que creen que va a ser el más votado, y comprarles luego como autómatas lo que les den a consumir los electos con arreglo a la Tendencia de consumo, haciendo surgir una Tendencia que… Y la nave va y cada yo proclama que él, del rumbo, no es el que tiene que dar explicaciones.

Aunque, desde luego, ni las ruedas del Acontecer y la Fortuna están en mano humana, ni controla el Imperio del Mercado los votos de ningún tipo de sufragio. Ni como dice el Libro, está la Verdad en un solo cuento sino que sólo en mil y un cuentos puede llegar a encontrarse la Verdad.

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10 jul 2011

Personajes 5

El liviano cortijero


El otro día un amigo mío filósofo me contaba de cómo había ido la otra noche al Oriente, de putiferios, que por aquellas tierras secas con el dinero de los invernaderos surgen como por encanto, con unos colegas putañeros. Y en uno de ellos contaba que se encontró con un verdadero prototipo de viejo verde local de los que ya van quedando pocos, que estaba allí a la barra hecho un señor, dando la nota cortijera hasta que con sombrero de fieltro campesino y todo, al lado de una periquita tan joven y extranjera como puta. Le hizo gracia el contraste de lo arcaico del viejo cortijero en ese ambiente y, como le gusta tanto vacilar, le entró en plan como si fuera vecino de sus predios diciéndole algo así como que, “hombre, pues a mi me parece que le conozco a usté… yo es que remanezco de un cortijo de por aquí… ¿Usté no será por casualidá de un cortijo que esta…?, es que no sé ahora como se llama, pero es ese que está rambla arriba…”. “Der Cortihillo el Alfanique, zoy, zi zeñó, nacío, criao, y que todavía tengo allí mi caza qu’eh la tuya -me dijo que había dicho el viejo verde cortijero, más contento que la leche de haber dado con un posible vecino de barranco en un momento tan glorioso como en el que se encontraba-, …y tú también me zuenas a mí -dijo que dijo de seguida el cortijero-. ¿No ereh tú familia de la Francihcona, la que tenía er cortijo en la ramblilla el Colorín por debahillo er mío… que ze lo vendió no ha muncho a un ingleh…?”. “Pues sí, yo soy nieto de ella”. Dijo que le había dicho mi amigo siguiendo de inmediato la corriente de la figuración del viejo, que enseguida se puso a fardar de la agudeza de sus entendimientos: “¿Ves tú que pronto t’he zacao yo el parecío?, yo eh que pa las carah…”. Dijo que había dicho el cortijero, que se enrolló en seguida a contar batallitas de personajes ancestrales. Y me contó que había echado un buen rato, para descojono del grupo de colegas, dándole carrete a los detalles que el viejo le contaba, del pasado cortijero de su supuesta familia, para que el sólito acabara de montarse las historias, que eran de un género cotidiano tan auténtico y tan alucinantes que mejor que el que trate de recontártelas yo aquí, es que tú te las recrees con la imaginación. Pero de pronto, quiso hacer un guiño al viejo, para adularle el ego conquistador que todo cortijero tiene, y dice que le dijo haciendo un gesto con la cabeza hacia la tía con la que estaba: “Pues buena hembra s’ha echao usté hoy, ¿eh amigo?”. “¡Ehta eh liviana!”. Dijo que le dijo el viejo por toda explicación. “¿Liviana? -Preguntó mi amigo extrañado de oírle emplear esa palabra-. ¿Pero usté sabe lo que quiere decir liviana?”. “¡Pueh claro! ¡Liviana! ¡Que le guhtan los coñoh! Pero eh mu buena muchacha”. Dice que había dicho el viejo verde cortijero, resumiendole en un momento a su paisano, sin ambages, con limpia precisión, en forma redonda y magistral estilo, toda su relación con la chavala.


Y así quedó lo dicho recogido para gloria eterna de la narrativa oral de los barrancos, y como coletilla recurrente, que usaron sin parar para invocar la risa el resto de la noche, de mi filosófico amigo y su putañero grupo, al cabo, al igual que el cortijero, todos perfectos borrachines.


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9 jul 2011

Rollos matutinos 52

El triste cuento de la fabulosa reactivación de las cacerolas


Érase una vez un viejo sabio tranquilo con él y con su entorno que gustaba de guisarse con esmero lo que se comía con gusto. Lo hacía con el conocimiento de quien ha aprendido a hacerlo a lo largo de toda una vida al margen de hipotecas, compromisos, correculos, autoengaños, políticas correctas y demás zanahoria engañaburros, con muy buenos productos y en unas cuantas cacerolas que eran tan viejas como él. Un día, otro hombre ya también tampoco tan joven pero sí muy previsible en lo sonso de sus juicios de valor establecido, estando con él mientras se guisaba su existencia, vio sus gastados peroles y sabiendo que él podía de sobra costearse otros más nuevos le dijo: “¿Cómo no cambias los enseres, que te vas a morir y vas a dejar ahí los dineros para que los disfruten otros?”. El acabó de echar al guiso el azafrán que le pedía el momento, molido con el cuido y la serenidad del que es más sabio por viejo que por sabio y contestó: “Estos están de puta madre y la verdad es que no siento deseo de andar buscando otros. Será entonces porque en realidad no los necesito. Y si no hay necesidad, hacer gasto no es cosa de recibo. Sí los dineros se quedan ahí, bien les vendrá a los que vengan, para emplearlo en lo que de verdad lo necesiten, aunque sean los bancos, que ahora dicen andar tan necesitados de él como los propios pobres”.

El otro hombre, fiel ejemplar de la abundia masa, no pudo ver en su respuesta más que ruindad impresentable hosca y escondida, que le hizo sentirse superior a aquella especie de colgao que no sabía ni vivir su propia vida. Sin embargo, y sin queriendo, algo pinchudo de aquel punto de vista se le quedó clavado por ahí en algún sitio produciéndole un escondido comezón tan inconsciente como inclasificable. Y comentaba y comentó la escena sin parar con los otros ciudadanos para buscarse apoyos a la zozobra insoportable del asombro que la serenidad del de las ollas viejas le causara. “Será roñoso el tío- decía cargado de razón-. Así mismo me lo dijo, mientras siguió haciéndose su parco comistrajo, con una sonrisilla descreída así como si riéndose de mí le perdonara al mundo algún tipo de ignorancia. ¿Pues no sería mejor que en vez de morirse sin el gusto de estrenar comprara y así diera ganancia al que vende y pusiera un poco de su parte en activar la producción, más ahora que está en crisis, dándole un granito de vidilla a un montón de gente?”. Y todos a los que se lo contaba le contestaban lo que él ya se había asegurado que le iban a contestar antes de contarles nada, que sí que claro, que hay que ver, que vamos vamos. Que así están las cosas, por culpa de estos casos. Que hay gente que por querer ser distintos no saben ya que hacer, y malafollás colgaos por cualquier sitio que mires.

Sin embargo, el viejo guisandero, que de otra parte no estaba seguro de no ser en realidad un verdadero asocial por otras muchas cosas, tenía muy claro el peligro que encerraba creer que fueran buenas la idea de crear trabajo y la locura de centrar el concepto de felicidad en andar excitándose la fiera del deseo del consumo como quien se masturba en frío, en vez de disfrutar del dulce bálsamo que goza el que la deja apaciguada, no tanto para el mismo, sino para lo que llaman Bien Común y supervivencia de la especie. Porque era al revés como había que replantear la historia: si él seguía con sus viejas cacerolas tan contento, al no tener de otras ni asomo de deseo, contribuía a que el cacerolero no tuviera que tener necesidad de trabajar, terrible concepto nunca suficientemente maldecido, poniendo su granito en parar un poco la triste cadena currelaria, que siempre hacía al final falta mover, en la que sufre desde el más vulgar de los pringados hasta el más sagrado recurso del Planeta. Pues lo que hay que hacer señores, es paralizar en lo posible la calentura de la anfeta que nos mete al proceso productivo la puta economía de mercado.

Y cualquier intento de solucionar la crisis desde la reactivación es empujar la bola del desastre todavía un poco más allá del punto sin retorno. Pero en esa locura coincidían todas las tendencias. Y él no sabía si le daba más miedo el que los chefs dirigentes del cotarro, y los pinches alternativos marmitones que aspiraban a meter mano en la receta, lo hicieran tan mal por ser malos cocineros, o por un tipo oculto de maldad que buscara como divertimento arruinar el guiso, cargarse los cacharros y dejar abrasada para siempre la cocina.
Pero a lo mejor, se dijo con horror viendo lo cierto de la posibilidad, lo peor iba a ser que resultara la culpa del mal rollo que se estaba cocinando un puro asunto de genética.
Y entonces apagó el fogón, salió al espacio abierto bajo las estrellas, se arrascó un poco los güevos, se llevó las manos después a la cabeza, y se puso a pensar muy seriamente si la cosa era ponerse a reír o a llorar.

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