6 oct 2013

Rollos matutinos 83

Pósteres

Los cuadros visten mucho. Puedes tener una casa cutre que pones un cuadro y parece como que más no sé qué. Eso es lo que he hecho en la entrada de la mía. Quedaba así como que muy poco fina con un mueble de madera mala lleno de zapatos sucios y la percha antigua y cutre, cogida en la basura, que siempre está hasta los topes de ropas colgando. Y fui y me agencié una reproducción de The Nighthawaks de Edward Hopper, que me encanta porque es como un destilado espirituoso de nocturna soledad de gran ciudad para grandes bebedores de la vida. Y ahora, como que le ha dado un no sé qué más de nivel. A la entrada. Sí, es sólo una litografía, y ahora, todavía, lo in y lo on es eso de poner arte. Arte hecho a mano, quieren decir esos que dicen arte en ese tipo de contexto, o sea pinturas o grabados o lo que sea pero que sean originales, no tanto en el sentido de valor artístico genial, sino en el de no ser copias del objeto manufacturado. Y yo siempre digo que eso es, claro, mejor, pero que no siempre porque muchas veces pasa como con la música, cuando hay quienes canturrean o tocan algo y se empeñan en hacerlo en las fiestas porque es mejor la música en directo que la enlatada en formato mp3,  dicen. Y a veces vaya vaya, pero a veces… vaya el muermo que nos tenemos que tragar, con lo chachi que sería poner música con el spotify ese. Pues eso. Que hoy día hay mucho de todo y no siempre es medio bueno, y que si puedes tener una buena foto de una buena obra… pues por qué coños no va a ser mejor que el original de una mala mediocridad hecha a mano, cada día peor a fuerza de tener que verla cada día. (Recuerdo que hubo un tiempo en el que eso del arte como objeto para un solo dueño fue para cierta avanzadilla signo execrable de burguesía en el arte, ¿es ahora esta neoglorificación de la obra única un signo del repunte cutre del viejo sentimiento neoburgués en una masa, por otra parte, con el gusto formado en el consumo en serie de la tele?). Pero no es exactamente eso lo que quería yo contarte ahora a cuenta del ornato y el adorno. Es otro el flash que me interesa. Es que el otro día vi una foto de un tal Williams Eugene Smith de los años cuarenta de la España francoafgana que era de la calle malempedrada y terragosa de lo que sin duda sería una aldea perdida en dios sabe qué campiña arcaica y desolada por la que iba un tío con cuatro o cinco cuadros, pero grandes, colgados de cada hombro con guitas de ásperos espartos mientras andaba, seguramente, en busca de ver a quién se los vendía, y un niño que asomaba entre espantado y curioso en una mísera puerta. Ese era todo, el cuadro de la foto, pero uno oye al verla otros posibles niños que corean tras del vendedor, tal vez un poco antes o después de la toma de la imagen, ¡el de los cuadros, ha venido el de los cuadros! Tal vez alguna vez, no sé por qué lo veo, hasta le apedrearían quizás en alguna ocasión en algún pueblo. Porque en la raza hispana siempre han arraigado ese tipo de detalles. La foto si que era una obra de arte y expresaba todo el hambre y la necesidad de la época y la fatiga del peso de los cuadros y al mismo tiempo la alegría de tener algo que vender que tenía el vendedor de cuadros, porque muchos, la mayoría de sus congéneres, no tendría en propiedad ni esa triste miseria que el tenía. Y consiguió hacerme figurar la atracción hacia el consumo, del lujo y la belleza, que sufrirían las comadres cuando oyeran que pasaba por sus casas la posibilidad de esa adquisición, porque seguramente aquél vendecuadros de la foto, pregonaba la ocasión de comprar su mercancía. El Moro Antonio, me dije, este era como el Moro Antonio ese que venía hace unos años por aquí vendiendo alfombras linternas y despertadores, pero en español y en cuadros. En el que se veía en la foto se veía una escena de un Jesús guapo y con melena sentado entre árboles mirando en plan místico a un cielo recargado de colores que no pude apreciar porque la foto era en blanco y negro. Y seguramente entre los otros que acarreaba habría una variedad de temas píos como las típicas últimas cenas y los típicos corazones de jesús ensangrentados y algunos de temas helenos, para los gustos más profanos (que a pesar de la represión franquista los había y el Mercado nunca entiende más que de demandas), con motivos de ninfas vestidas con ropas gaseosas entre floridas fuentes cristalinas o ciervos corriendo por entre las verdes malezas de bosques encantados. Recuerdo que tras ver aquella foto estuve un tiempo recreándome en recrear las condiciones de la normalidad del día a día de aquellos tristes años. Y ahora que bajando las escalera acabo de ver mi Nighthawaks del Hopper postmoderno y me he vuelto a acordar de aquella España del vendecuadros ambulante, he visto que en realidad en el fondo no cambian al final mucho las cosas. Las cosas parecen cambiar mucho, pero no cambian nada. Todo es en realidad una repetición de un mismo carrusel que da vueltas y vueltas. Cambia el atrezo, y un poco el tema del drama, que al final siempre es el mismo, y la factura del marco y la materia de los materiales que lo enmarcan, pero los mecanismos que hacen surgir los sentimientos, como el de poner un cuadro en tu casa, o el de saber que la única verdad del Orden es obligarte a vivir en su mentira, es el mismo en mi caso que en el de aquellos posibles compradores de aquél tiempo de hambre del de la fotografía en el que gastar un cuarto de peseta en ese lujo era un lujo de verdad. La idea de la decoración como intento de aumentar el gozo de vivir es la misma en cualquier caso. Y en mi caso, también es lo mismo la pueblerinidad del pueblo aquél y el mío, y si quieres, aunque en comparación yo sería ahora mil veces más rico que el más rico de aquél pueblo de mala muerte por el que transitaba el vendedor de cuadros de la foto, también es la misma mi mísera miseria relativa de pobre de sociedad rica de ahora. Por cierto de bienestar ya en proceso de desguace, porque como todo se reduce al final a ondas, todo, la acción y reacción sociales incluida, oscila en el vaivén de un extremo a otro del arco pendular en el que ocurren los acontecimientos. Pero algo se me antoja sorprendente, aunque en el fondo también son exactamente igual, en la forma en que me ha llegado a mí la mercancía estética a mi casa y en la que llegaban en aquel tiempo de la fotografía. Si aquel vendecuadros hubiera visto la trasformación que su servicio iba a sufrir como yo lo estoy viendo ahora… Su papel difusor de los iconos me lo ha cubierto, de entrada, una compra en Internet de la lámina en una empresa holandesa que tiene más de cien mil obras distintas esperando a que las compre cualquiera en cualquier parte del mundo. Con unos cuantos cliks elegí, pagué y dos días después alguien como él, pero con una furgoneta llena de paquetes que entregar por toda la comarca y mucha prisa, me lo trajo embalado perfectamente en un canuto de rígido cartón. Fírmeme aquí y ponga el número de su carné de identidad, por favor, gracias, y hasta luego. Luego fui yo el que cogió el coche para ir hasta la ciudad al templo del consumo del IKEA, para comprar el marco que me habían hecho en China, con madera de Saigón, unos esclavos que trabajan noche y día haciendo cuadros en una ciudad factoría de millón y medio de habitantes, al lado de otra más o menos igual que se dedica a hacer banderas nacionales de todos los sentimientos patrióticos que el patriotismo pueda generar y santas figurillas de toda religión que las consuma en el fervor de sus veneraciones. Después metí dentro la litografía y lo colgué y… ya está. Ya tengo el cuadro en su pared haciendo que mi hogar parezca más… ¿bonito? Bueno, no sé, en cualquier caso, más gratificante y un poco más de no sé qué que, curiosamente, siendo lo que en verdad se busca con el gasto de ese gesto, es algo muy difícil de especificar. En cualquier caso… desde que vi la foto paso ratos repensando que por cierto mi vieja casa contuvo de hecho en su momento cuadros como los de la vida del vendedor aquel (de hecho aún conservo varios que dejé, después de comprarla, ejerciendo el cuelgue de su labor decorativa como objetos de reliquia), y con frecuencia me sorprende cómo corren todavía por entre los rincones de este escenario ahora tan mío las sombras de aquella cotidianidad tan como la de aquél niño que asoma miserable de la casa de la foto del pobre tiempo del vendedor aquel. Me cruzo con ellas con frecuencia al subir y bajar las escaleras. Y comprendo que las paredes que ahora son el cobijo de mi encuadre fueron el mismo cuadro cotidiano que cobijó sus miserias y sus felicidades. ¿Llegaría alguno de aquellos habitantes a presentirme a mí como yo a ellos? Porque yo sí juego a percibir algunas veces el cuadro que me sustituirá cuando yo me haya ido. Lo mismo que me entretengo conjurando qué es lo que se representará en el Mundo cuando la obra de mi quinta entera haya pasado. Y me digo lo que aquél, que Esto es como la habitación de un hotel que cada cliente que llega hace enteramente suya por el escaso tiempo que dura su estancia. Después se va, y su presencia es como si nunca hubiera sido de no ser si acaso por la perseverancia de algún olor particular, el natural a pies y sobaquina, o el artificioso del perfume que usaran para intentar enmascararlos, o, tal vez, el delator del humo de un cigarro prohibido que se fumó a escondidas de la Dirección sin ningún tipo de respeto por el que viniera luego.
Pero es curioso, por mucho que se limpie, al mismo tiempo que no queda nada del otro siempre queda algo. Del mismo modo que, por mucho que se intente conservar presencias anteriores, nunca va a quedar al final nada. Eso es lo que tiene la cohabitabilidad (mira qué ritmo guasón que tiene el silabeo de esta larga palabra), sobre todo si se entiende con ese punto de vista que decía Einstein, para el que “la distinción entre pasado, presente y futuro es sólo una ilusión, por persistente que ésta sea.” Sin embargo, como ocurre con cualquier concepto en el mundo del comecocos, todo tiene su reverso y así parece que hay un tal Ilia Prigogine, premio Nóbel de química en el 77, que dice, “La verdadera ilusión son los sucesos reversibles y la no existencia del tiempo.” Cualquiera sabe, aunque desde luego no conozco a nadie que tenga la ilusión de que el tiempo no exista, al menos de modo persistente. En cualquier caso…, mirando el espejo de las sombras del pasado parece que los decorados se vienen poniendo y reponiendo en temporadas cíclicas, de una forma tan repetitiva como triste. Yo no sabría decir si lamentable. Pero hace tiempo que ando con una mosca terrible tras la oreja, y es que, en esta especie de remolinos de sujetos, representando una y otra vez en diferentes registros el mismo tipo de sainete, ¿va a tocar ahora otra vez en este tiempo mío volver a dar lugar a aquellas estampas de miserias? Porque eso es lo que parece pintar en los presagios de futuro que va a acabar viniendo un poco antes o después. Y, si es que eso es lo que les toca a los de mi generación, ahora ya vieja, no sé si le van a encontrar la gracia a que, después de toda una vida incontestados en nuestra revolución florida tengan que verse de nuevo retratados en el cuadro de pasarlas canutas como chinos justo a la hora triunfal de hacer mutis por el foro.
Ay madre mía. Si es que es así… Pero qué se le va a hacer. De todos modos, como siempre, siempre habrá algo decorativo por ahí de lo que echar mano para, si no hacer de la triste realidad un palacio, disimular lo crudo a base de abalorios.

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