22 nov 2009

Personajes 1


Marmetos.


Mary Lachingó. Veintipocos. Medio yanki medio chicana. Su madre anglosajona pura y blanca como la leche hija de exmarine de Vietnam y burócrata administrativa de medio pelo, su padre, nacido en eeuu de jarocho ilegal, ahora jefe del parque de bomberos de la localidad. Ella un poco café con leche. Desde chica le tiró el rollo de la Patria. Dios salve a América, la mano en el pecho, el sube y baja de la enseña y el himno nacional, la lucha por la libertad en el mundo y todas esas vainas le ponían. Eso la ayudó a engatusar a su abuelo que aún así nunca le pudo perdonar el moreno de su tez y sus rasgos chiapanecos. Siempre fue la más patriota de su clase. Una joven enérgica emprendedora y positiva, con una sonrisa perenne, exagerada, de esas invariables que sólo los usas saben mantener así de continua, frente a todo, y pase lo que pase. Nada más acabar el instituto se alistó en el Ejército. Era la forma de unir vocación, pillar un buen sueldillo y realizar sus ansias de servir y de poder. No le daba miedo pensar en el follón de Irak y Afganistán. Sólo le veía al peligro la cosa heroica del servicio a su país y todo eso. Su madre contenta. Su padre contento. Aunque ambos preocupados porque son ya muchos los que están cayendo, pero es lo que a ella le gusta y bueno, de alguna forma le viene de familia, y, aunque penosa y quiera Dios que no, siempre viene envuelta en algo de gloria la muerte llegada por esos derroteros. Así, todo fue alegría cuando empezó su carrera en la mayor base militar del mundo. Con sus tiquis y sus miquis, la carga marginal que siempre había arrastrado por chicana y por mujer se la aliviaba el título de suboficiala que por fin le iban a dar mañana en castrense ceremonia junto con los de su promoción. Lachingó iba a ser Tenienta. Así que después de no poder dormir esa noche por los nervios se había levantado flotando como si fuera el primer amanecer de su futuro el que iba a amanecer, pero, ay, el Destino es en realidad un gran hijo de puta. Con frecuencia se recrea en la maldad de hacer hacer las cosas serias en plan comedia universal. Si en vez de haber sido Él el autor de esta caricatura hubiera sido cualquier guionista en un guión de cine, se le habría tachado de simplista, de exagerar la parodia facilona con personajes burdos para caer en la crítica fácil. De ser poco creíble. De abuso de clichés exagerados. Pero, aunque nadie se lo hubiera podido creer en una peli, la parodia siempre es cierta cuando es la Realidad la que la representa. Cómo coños iba a sospechar nadie el chiste cruel que se iba a marcar la vida en el siguiente instante. Ni los orgullosos padres en las gradas de los invitados, ni el gerifalte que en ese momento estaba en la parte culminante de la arenga que suelta a los cadetes en cada promoción antes de la entrega de diplomas, eso de dar hasta la vida si hace falta, la última gota de la sangre y el rollo del deber, ni ella, que, en la formación, ante la mención de la muerte gloriosa hinchió aún más su pecho firme de orgullo placentero disponiendo su fantasía para morir cuando fuera necesario si fuera necesario que muriera, zas, oye, ¡y fue en ese momento!, pero qué es eso, gritos, tiros, desorden, a tomar por culo el rito. Ahí se quebró de golpe la pompa y la solemnidad. Se acabó la ceremonia. Terror y desbandada desbaratan la marcial coreografía de momento ¿Terrorismo? ¿Sabotaje? No. Al parecer un comandante de la base, psiquiatra, dedicado a corregir los dramas postraumáticos de aquellos que volvían del frente malamente, que se le había antojado de repente ponerse a pegar tiros a todo el que pillaba, al grito de Alá es grande, indiscriminadamente, y con dos armas a la vez. Y ella, que fue una de los trece que murieron, es que no se dio ni cuenta de que moría, ni de que no lo hacía por ningún tipo de épico combate, como hubiera sido de esperar, sino por una ridiculez que de tan grande, no dejaba sin escarnecer ni la raíz más honda de todo lo sagrado en lo que había creído, o se había empeñado en creer, en su abnegada vida. Ya nunca se podrá decir de ella sin mentir que había muerto en la defensa de un noble y patriótico valor (por más que le hagan ceremonias oficiales tratando de otorgarle por los pelos esos títulos póstumos que tapen la verdad que no tiene remedio). Su pérdida, si es que sirve para algo, será como prueba del absurdo que rige de veras las monsergas de los hombres. Más escabrosas cuanto más autoritariamente se arroguen el derecho a imponer su falsa seriedad. Pero mira, bien mirado, desde este punto de vista, bien puede decirse, sin faltar a la verdad, que no ha sido una vida perdida sin razón. Sino todo lo contrario. Cósmicamente hablando, su sacrificio sirve para algo más revelador que el de los que caen todos los días pillados de rebote en un bombazo suicida en el oriente. La sangre de aquellos se pierde por causas cuestionables, pero ella, sin querer, ha muerto para llamar la atención en la locura que entraña la máquina coercitiva de un Sistema peligroso de por sí. Por eso le dedico, encarnando en este personaje todos sus compañeros de desgracia, con la mejor intención, este texto memorial. Por si consiguiera hacer pensar por un instante en lo malsano de la cosa militar, y en la necesidad urgente que tenemos de acabar, antes de acabe con nosotros, con la santa manía de las armas, que es la única forma que veo de ver que no haya sido su sangre derramada por una puta broma cósmica, macabra, del mas puro humor negro y carente por completo de sentido.


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19 nov 2009

Rollos matutinos 26


Veinte años.

Joder, veinte años ya. Es lo que se me vino a la cabeza al oír lo de la celebración de la caída del Muro de Berlín. Y después la consabida pregunta de dónde estaba entonces yo me llevó a Madrid, al zulo que habitaba en el Rastro donde estaba viendo en directo por la tele las mismas imágenes que ahora repetían y repetían sin cesar como pienso procesado para el vulgo. La tele era una antigüedad de los sesenta que unos amigos me habían pasado, portátil y en blanco y negro con una antenilla extensible y otra de alambre en forma circular. Marta en su casa de Lavapiés tenía una grande y en color que venía de la basura, pero que había que darle cada dos por tres un golpe para que funcionara. Tales eran entonces los niveles económicos y de interés en el consumo de la comunicación. Yo ya hacía meses que había visto que aquello se caía, pero recuerdo que mi entorno no se podía creer que una cosa así fuera a pasar, ni que no tuviera que correr la sangre si pasaba. No hacía falta ser clarividente desde luego. Lo mismo que tampoco había que serlo para saber que lo que venía después era la unión de las dos alemanias sin remedio y que eso, lejos de traer desequilibrio alguno, lo que traía era la consolidación del Sistema que iba rodando echando leches a alcanzar la incuestionable cumbre de lo del Bienestar, que entonces todavía ni soñaba con atreverse a ponerse ese nombre. Sin embargo, ¡cuantísima tinta y papel y tiempo de programación se consumió en los medios! Cuánto ganapán de los debates hizo su agosto y de cuánto aburrimiento nos sacó el tema en ratos de cañas y tapeo. Aquello vino a ser como una inyección de vitaminas a no sé qué tipo de esperanzas. Berlín retomó la antorcha que había animado la Movida Madrileña, y durante un tiempo volvió el relumbrón de la revuelta espontánea de la gente, en un escenario más universal y con un rollo filosófico en plan más sesudo y académico. Volvió a correr cierto aire fresco de ideas rompedoras que enseguida también se fueron integrando al molde con el reparto de puestos y la desilusión de la cotidianidad. Llegó por fin a escala global el desencanto llano lleno de consumo. Y ahora ha llegado la gran celebración con chunda chunda en todo el universo. To er mundo a celebrar la Libertá. Nuestra reliberada libertad (porque aunque es la misma filfa que teníamos nosotros al pasársela a ellos se ha revalorizado, o no sé... pero algo así nos venden. la Libertá por aquí, la Libertá por allá, la Liberta la Liberta...). Congratulémonos en la Libertá. Para que nunca más pasen cosas semejantes, dicen. Pues bueno. Vale. Mejor que haya caído que no que siguiera todavía. Pero algo me repugna al ver todos esos gerifaltes juntos, llenándose el buche a bocanadas de palabras tan huecas como celebrales. Dice el refrán, de lo que carece el corazón habla la boca. Y algo huele muy mal en esta maravilla de Orden que festejan por muy único que sea ¿Por qué no saca punta ningún informativo al contraste que supone esta aclamación mundial con lo que el mundo hace en Gaza? Pero vale, ya me callo, que hoy en día lo peor es ser un aguafiestas. Celebremos, celebremos. Por qué no. De todas formas para lo que importa, nos va a dar lo mismo celebrar que cagarnos en la leche por algo que, además, no sabemos siquiera precisar. Y yo, la verdad, eché de menos no andar el otro día por los berlines para haber salido a la calle a ver. La gente en los actos culturales, los actos culturales en la gente, la culta recreación de la caída en el dominó del muro de fichas multiculti cayendo cultamente con la medida precisión de la máquina conmemorativa que establece los cultos presupuestos democráticos de la gran subsecretaria de Cultura. Porque la celebración consiste en una sobredosis cultipedagoga. Hasta a los políticos cruzando en comandita la Brandenburguer Tor con paso ceremonial bajo paraguas me hubiera ido yo a ver tan ricamente. Toda la banda junta. Por qué no. Puestos a celebrar, celebremos y hagámonos la foto. Por cierto que les faltó cogerse por el brazo en plan campechanón. Lástima, porque puestos en ese estilo podría haberles enseñado mucho el rey de España. Y los fuegos artificiales me hubiera ido yo a ver. Siempre me gusta a mí la pirotecnia de las celebraciones. Da igual por lo que sean, tienen algo mágico en lo de quemar materia en pro de lo superfluo con gran estruendo y colorido. Pero no estaba yo allí, como tampoco estuve aquél día glorioso que lo tiraron a mazazos, y por eso tuve otra vez que conformarme con mirar lo que me daban por la tele, ahora en color y de las de las ofertas del Alcampo.
Yo llegué a Berlín tres años después de la caída. Aún se notaba la enorme cicatriz enteramente. Siempre sabías si estabas en el Este o el Oeste y eso pasaba a veces sólo con cambiar de acera. No paraba de flipar. Viví primero en Wedding, en el Oeste. Después alcance todavía a escuatear un piso en el Este, que llevaba cerrado toda la Guerra Fría, en la Pinkstrasse del mítico Friedrichain. Pero de pronto, una mañana nos despertaron dos neoejecutivas exsoliscayanas de una neoinmobiliaria recapitalista para comunicarnos, muy excitada por el papel de su neofunción, que aquello no era nuestro sino de su empresa y que debíamos salir en el plazo de dos días si no iba a venir la policía, ¡polizei, polizei!, acabó gritando como loca mientras se le caían por el suelo, del nerviosismo que le causaba la falta de costumbre en la representación del nuevo ordenamiento, los papeles del montonaco de carpetas que llevaba encima. A la que iba de jefecilla, porque aunque eran dos, la de detrás estaba tan tranquila en su papel de segundona y no decía ni mu porque sólo había una responsabilidad y la acaparaba por completo la otra. Mira cómo se fundamentan desde el principio los principios de la nueva jerarquía, me dije yo medio dormido contemplando en la escena los resortes que cambiaban la ciudad minuto a minuto. Hacía un año ya de las batallas campales de los okupas contra la especulación, cuando la gran ilusión de los primeros momentos del cambio. Llegó a haber varios muertos. Pero aquella era una guerra perdida ya antes de empezar, y los pocos edificios escuateados que quedaban eran escaparates libertarios controlados por la máquina que ahora ha construido el dominó y que entonces empezaba a gestionarse. Y yo me cambié a vivir a un piso de un amigo que no lo utilizaba porque tenia otro mejor de un amigo que no estaba. En Treptow. También en el Este gris, pero a un descampado y un canal de Creuzvert, uno de los barrios más animados del Oeste. Eso era una de las cosas típicas de aquel Berlín, los edificios fantasmagóricos y los descampados. Enormes. Las huellas dejadas por la guerra que no se habían vuelto a reconstruir. Uno de los más grandes era el de la Postdamer Platz, que tenía incluso un campamento de carromatos de hipis y gitanos perdidos en un rincón de aquél vasto vacío. Joder, allí, decía yo siempre, cabía medio Granada. Pero por todas partes había ese tipo de Baldíos y desordenes. La estructura urbana era una continua paradoja. Por ejemplo, todo era doble. Había dos zoológicos, dos óperas, dos planetarios, dos... Y un montón de centros. Porque se daban circunstancias como que en cualquier sitio de la ciudad que uno estuviera, siempre se tenía al lado un centro y una periferia. No era fácil volver a coser las dos ciudades, pero se pusieron a ello desde el primer momento tan concienzudamente como es proverbial en lo alemán. Sin prisas y sin pausas de verdad. Con sistema. Cada día aparecía una fachada remodelada, una nueva obra que surgía, una grúa más que se elevaba, una tienda que aparecía sola en una calle antes yerta y pronto llena de comercios. Cada vez más deprisa durante los tres años que anduve por allí las cosas se fueron trasformando a toda leche. Y el baldío de la Postdamer Platz, que al principio era un descampado enorme y oscuro con una boca de metro en medio mitá de la nada (donde por las noches los fines de semana se creaba un mercado clandestino de polacos que venían a vender desde primores de ganchillo hechos a mano por las viejas hasta armas primorosas de los viejos arsenales de la URSS y que, de la misma forma que surgían de la nada entre las sombras, por cientos, de repente, a poner los tenderete que formaban el mercado alumbrado con linternas, desaparecían en cuanto que llegaba la policía en un instante de alarma tras el que otra vez volvía a no haber nada), cuando me vine en el noventa y seis todo él era ya un montón de zanjas para cimentaciones y un bosque de grúas, que era el más grande y más alto que nunca había yo visto. El mercado polaco, lo mismo que el campamento de hogueras y carromatos y tantas otras cosas, había desaparecido para siempre. Y el nuevo centro en ciernes, la mayor construcción del mundo en el momento, celebraba el futuro capitalismo de la nueva capitalidad iluminando con reflectores gigantescos una cubeta de oro que colgaba en to lo alto de una de las grúas en medio del jaleo constructivo. Por rumbo no iba a quedar el rumbo que tomaba lo de la reconstrucción.

De aquel tiempo recuerdo muchas cosas entrañables. Si las tuviera que resumir en un flash sería bicicleteando en primavera, flotando a través de la templanza de las noches sobre el aroma de los tilos entre tequila y tequila de garito en garito. O cruzando el puente de Warchsauerstrasse en invierno con veinte bajo cero, drogado por la inhospitalidad de la vasta extensión de vías negras sobre el blanco helado de la nieve con el Pirulí al fondo, allá a tomar por culo al otro lado de la vacía oscuridad, volviendo a pata de Friedrichaine camino de Treptow. Se te corrían las lagrimas del frío en medio de la nada congelada y nunca estaba seguro de que no fuera aquella noche la que no alcanzara la otra orilla. Friedrichain era entonces el barrio gris por excelencia, donde no había nada de nada y, en invierno, por sus calles renegrías y maltrechas sólo corría el gélido viento cargado de fantasmas de la guerra y los ecos socialistas. El único sitio caliente era la cocina de Eckhart, que la calentaba dejando abierto y encendido el horno del fogón de gas. Era muy estrecha pero allí nos apelotonábamos en torno de una mesa a trasegar vino café cerveza y comer el arroz que preparaba Baldomero, un peruano que vivía con él, y sobre todo a darle a la cháchara sin parar, oyendo vinilos de rock de los setenta y fumando un cigarro tras otro hasta que se hacía necesario abrir la ventana que daba al patio interior, aunque entrara el frío glacial, antes de asfixiarnos. El resto de la casa era un frigorífico y a veces no había agua en el lavabo porque se habían congelado las cañerías. A veces íbamos al único bar que había por allí. No recuerdo el nombre pero sí que habían reciclado las cabezas de las estatuas de bronce de no sé que insignes dirigentes comunistas, enormes, y que las habían dispuesto para servir de asiento a los culos de los bebedores de cerveza. No podían haber tenido mejor fin señores tan mandones, ver sus ilustres calvas lustradas por el roce con las nalgas de los borrachines.
En el Este no había teléfonos, y en nuestra imaginación no había ni idea de lo que iban a ser luego los móviles. Tampoco había ni soñación de los turistas. Y el aire en el invierno olía al carbón de los ofen de cerámica que había en cada apartamento por norma de obligado cumplimiento de la construcción.
Luego, me fui y no he vuelto a Berlín, desde finales de los noventa hasta hace un par de años. El cambio, y puesto que es de la caída la celebración, se podría resumir en algo así: El Muro ha pasado de ser un apartarrebaños a ser un atraeborregos.
Ahora los ofen están prohibidos por leyes anticontaminación. Y, como es normal, no hay dios que no tenga móvil ni portátil y conexión a la Red. Los descampados han sido construidos. Los viejos edificios abandonados son ahora relucientes templos del consumo o grandes altares de cultura. La práctica totalidad de las viviendas están remodeladas. Las calles del este tienen ahora más comercios y negocios que el oeste. Friedrichaine se ha convertido en el barrio de moda, y está lleno de bares y de restaurantes multiétnicos que miles de turistas, movidos por la industria de la marcha, vienen a llenar masivamente. Por la noche no cesa el centelleo de los flases de las minicámaras de alta definición en las terrazas. Eckhart sigue allí pero en un luminoso ático con azotea. Su nueva cocina es más cuadrada y sigue siendo acogedor centro diario de debate, trinque y fumadero, pero ahora la calefacción es central, la música global bajada en mp3, y la ventana, que da a una vista abierta al cielo berlinés con el Pirulí sobresaliendo en el horizonte sobre el mar de tejados, se abre en cuanto que se enciende un cigarro como forma de ir luchando contra la malvada nicotina que no se puede dejar, sobre todo cuando hay algún amigo como yo, que ha pasado de ser nicotinómano profundo a maniático antinicotina. Del análisis comparativo de estas dos cocinas se podría sacar un estudio impagable con todo lo que de verdad interesa sobre el cambio que ahora se celebra. De la brecha antigua del Muro sólo queda la estética cicatriz conmemorativa que marca a los turistas, con una doble hilera de adoquines, el antiguo emplazamiento, y un trozo de muro verdadero decorado con grafitis que, pintados en el fragor de la caída, alcanzaron el estatus de inmortal obra de arte en el mismo momento en que se empezaron a pintar, y que con la celebración se han vuelto a repintar para borrar los grafitis posteriores que el tiempo les fue superponiendo y que no han tenido la suerte ni el derecho de ser considerados tan arte como los primeros.
Yo espero que pronto vuelvan a estar los grafitis oficiales llenos de grafitis. Y que siga la capital de Eurasia siendo tan marchosa y sorprendente. De verdad. Por ello brindo (aunque ya casi no bebo). Y le dedico este bolero, no sé muy bien por qué. No por nostalgia del pasado y menos de antiguas estructuras. Quizás un poco por eso de que nada acaba siendo como se quería que fuera. También algo por lo del divino tesoro que se fue para no volver. Por supuesto como un homenaje a la ilusión efervescente. Y desde luego, por el nombre. Veinte años.

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6 nov 2009

Rollos matutinos 25


Agujero.


De Madrí al cielo, pero con un agujerito para seguir viéndolo. Dice el refrán castizo de Madrí. Así, acabado en i, claro, que lo de hacerlo en id es sólo cosa de guiris, o típico remilgo de un cierto tipo de pedante que ya casi ni queda. En cualquier caso, de ponerse a rematarlo con consonantización lo suyo sería en cualquier caso en z, claro. Pero lo chachi es Madrí. Claro que sí. Qué duda cabe. La capital de la Mancha. El foro. Y el único pueblo que tengo. En él acabo de pasar unos días estupendos.
Ah, la gran ciudad.
Hace poco, en una fiesta comilona en un restaurante de la sierra formada en su mayoría por clases medias de la capital de provincia, cuando ya empezaban a faltar temas en la larga sobremesa, alguien me convirtió en el centro de la conversación del grupo de comensales cercanos refiriéndose a mí con la advocación de “este hombre” para hacer mía una proclamación que sólo era suya, que yo sí que había sido sabio, anunció, por lo visto, al elegir la tranquilidad del que huye del mundanal ruido e instalarme en el Barranco, donde vivía completamente feliz. En realidad se trataba de la típica coletilla tópicofestiva del típico urbanita que cuanto más provinciano menos gusta del campo y más de ese vicio aparatoso de loar las purezas del ambiente campesino que ellos han dejado atrás, gracias a dios, y las ciudades han perdido, desgraciadamente. De pronto toda la atención del grupo se centró en mi persona sin que yo hubiera dicho nada. Creo que me preguntó si no era así, y entonces yo dije que si, que aquí el aire era limpio y que el paisaje impresionante y que el clima perfecto, que era mucho el tono pastel de los colores en otoño y el intenso colorido de todo en los cálidos inviernos, y que estaba el mar, claro, y la montaña, y el derecho al espacio y a mirar el cielo y las estrellas, a pesar de que los alumbrados públicos urbanos hacía mucho tiempo ya que habían llegado deslumbrantes hasta el campo al igual que los yogures desnatados, sí, pero que me faltaba una cosa en el paraíso. ¿Cuál? pasó a ser la pregunta que flotó en el aire hábilmente inoculada. Qué, preguntó alguien tras un instante rompiendo el suspenso de atención que yo había creado. Una puerta. Dije. Una puerta que estuviera en algún sitio oportuno de mi casa y por la cual accediera como a cualquier otra habitación a la Gran Vía por ejemplo, dije, y viceversa, que cuando quisiera yo acostarme o me cansara de estar por allí con la misma facilidad accediera al futón querido de mi habitación y al espacio abierto a las anchuras siderales del Barranco, pasadizo este por el que estaría dispuesto a dar a Mefistófeles la parte de alma que correspondiera en justo precio. Todos quedaron callados. Unos pensando que ya había hablado el creído pijotero, otros sorprendidos en verdad porque se pudiera imaginar al menos maravillas tales. Cuando se acabó la reunión recuerdo un menda que yo no conocía de antes que al despedirse me deseó con verdadera simpatía que a ver si conseguía mi deseo, y que, si era el caso, no dejara de decirle como contactar con el Mefistófeles ese, que desde luego, estaba claro, era un trato que a él también le interesaba.
Y es que es eso.
Pero... ¿qué es lo que tienen las ciudades de tan atrayente?, preguntó alguien entonces. Porque al parecer él no les veía otra cosa que no fuera los inconvenientes de la contaminación, el ruido, el estrés y el hacinamiento. Horrores estos que además, según su criterio, estaban para más inri y dolor, cada día más deshumanizados. Yo me dije que debía ser él el que lo supiera, puesto que en una ciudad se había puesto a vivir mientras que no paraba de echar de menos, de boquilla, las excelencias del campo del que, probablemente, había salido huyendo, pero le di mi opinión muy resumida porque no era la primera vez que me había parado a pensar en eso y la tenía muy clara. Pues la posibilidad de hacer todo con vicio, le dije. Sí. Vicio. Entendido como cantidad, variedad, es decir, exageración, sobreabundancia. El vicio no sólo entendido en ese aspecto oscuro referido al mundo de las malas costumbres, que también, claro, cómo no, sino más bien a la sobreabundancia. En todo, en lo cultural, en lo profesional, en la vida social, en eso que se ha dado en llamar oportunidades... En todo. En una ciudad tienes más de todo. Y eso es lo que yo quiero decir con Vicio y es lo que creo que es el atractivo irresistible de la gran ciudad. O mejor dicho, la sensación de que se tiene la posibilidad de eso. Porque la realidad es que luego, la inmensa mayoría de los urbanitas, no utilizan esa ventaja en absoluto sino que se auto limitan en sus relaciones a estructuras tan estrechas y cerradas como las que tendrían en la más pequeña aldea, aprovechando de la urbe nada más, ciertamente, que el agobio del humo, la estrechura, y demás incomodidades del amontonamiento. Y sin embargo siguen ahí, encerrados los unos sobre los otros en los pocos metros de sus zulos, por los que se hipotecan de por vida. Formando parte de la aglomeración. Que es el caldo de cultivo que hace crecer a las ciudades. La aglomeración. Que cuanto más se apelotona más deprisa se aglomera. Y es que el apretujamiento aumenta la feracidad del crecimiento de forma directamente proporcional al índice de aglomeración del aglomerado. La reconcentración de secreciones y de flatulencias funciona como el liquidillo ese que engrasa el refocile y la fricción de los gusanos en las gusaneras, que también cuanto más se arrepelotonan más gordas se hacen.
Y eso es ni más ni menos lo que tiene la gran ciudad de imprescindible. Pero yo ya no estoy para poder disfrutar siempre de eso, necesito anchura, y por eso, vendería mi alma por la suerte de trampilla que me uniera de inmediato asceterio y revoltijo.

Cierto que hoy en día las comunicaciones ofrecen ya algo de eso. Interné te lo da pero es virtual. Y con el coche o el avión te pones en un plis plas en donde sea, pero claro, no es lo mismo que esa puerta ideal de mi deseo y, encima, además de no ser tan inmediato, has de tener un montón de dinero. Lo chachi, como la i de madrí, es esa puerta mágica que, por cierto, es posible que sea un sueño tan viejo como el Hombre, y que, ahora que lo pienso, si es que viene a ofrecérmela por fin algún tratante en almas, le voy a pedir que me haga un mocho y que, al tiempo que comunique con la esquina de Gran vía y Montera, ya puestos, que lo haga con otros muchos sitios, pa qué pensar ahora en nombres, cualquiera que en el puto momento de antojar se me antojara. O antojase.


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