20 may 2014

Rollos matutinos 87

  Punto de fuga

Me encuentro en El País con una columna de Manuel Vicent titulada, El vacío, y al leerla me invade una enorme excitación. Al principio porque me parece que hablaba de esa misma zona oscura y pantanosa donde se relaciona el arte y el poder, que tanto me fascina. Pero luego me doy cuenta de que no, de que mientras yo no puedo dejar de ver en esa relación el aspecto siniestro, él se está refiriendo, creo, al sentido más loable del arte como tabla de salvación o escape del horror específico que suele tener la vida por causa del poder. Creo. Tampoco estoy seguro porque en realidad lo que pasa es que el texto de Vicent es tan bueno que abre, tal vez sin haberlo pretendido, una especie de caja de Pandora que sugiere de golpe al leerlo en un estallido de colores todos los múltiples reflejos que tiene esa compleja concordancia que hace del poder un arte y del arte un poder. En cualquier caso, una vez releído, compruebo que no estaba él refiriéndose a ese aspecto feo del arte que yo no puedo dejar de ver saliendo de entre las piedras de sus obras, sino más bien a todo lo contrario, al pretendidamente puro, que tendría carácter redentor incluso después de haberse revolcado íntimamente con la mierda. “La corrupción de los faraones nos regaló las Pirámides”. Dice, al principio de su texto seguidos de otros ejemplos de grandes construcciones de otras épocas. Y aunque entiendo y comparto la emoción por lo que dice no puedo dejar de ver esa parte oscura que tiene también el arte en las sombras del poder. Pero De todas formas... ¿Qué monstruos terribles son los que yo veo bullir en ese lodazal que comunica la esfera creativa y el poder del jerifalte? ¿Y cuando fue la primera vez que caí en la cuenta del lado siniestro que tiene el arte de los grandes monumentos? Debió de ser cuando leí aquél poema de Bretch. Tebas las de las siete puertas quién la construyo, en los libros figuran los nombres de los reyes, ¿arrastraron los reyes los grandes bloques de piedra? Creo que fue ahí que empecé a ver el terrible dolor que hay detrás de esas grandes obras de la arquitectura que nos venden en los breviarios del arte oficialista como algo sublime que une la materialidad del hombre con no sé qué espiritualidad de estrellas. Pero en el poema de Bretch, Tebas es una ciudad, y aunque el poema plasma genialmente el abuso que Bretch nos quiere descubrir, al fin una ciudad es algo con una utilidad primaria que, con todos sus casos de redistribución injusta, al menos es necesario construir para una cierta mejora de la comodidad colectiva. Y yo, con lo que más flipo es con esas obras gigantescas en las que, además, en absoluto haría puta falta invertir toda esa sangre y sudor en construirlas para nada. Sí. Me refiero a las grandes construcciones, religiosas, funerarias, conmemorativas, ornamentales, e incluso defensivas... Todas esas grandiosidades más o menos conservadas que en los últimos tiempos están llenas de millones de abundios medioilustrados que las visitan ávidos de sentirse como no sé qué más qué, al tiempo que se creen como santificados por haber podido llegar a ir a contemplarlas durante el instante necesario para hacerles unas fotos y oír la cantinela explicativa del guía de turno que ha dispuesto para ellos la industria del turismo previo pago en la contratación del paquete, y decirse mientras las contemplan, ah, que grandiosa es el alma humana a la que pertenecemos. Y sin embargo, pocos son los que perciben el terrible dolor que emana de sus piedras. ¿Qué modelo podría poner para precisar mejor lo que estoy tratando de mostrar? Ahora de pronto no sé. La más brutal de todas esas obras sería sin duda así de pronto, desde luego, las Pirámides de Egipto. Pero es que sobre esas construcciones pesa un velo de misterio tal que... yo no sé si son creíbles las explicaciones que da la egiptología sobre cómo y cuándo y para qué fueron construidas. A mí cada vez me parece más inverosímil esa versión de millones de esclavos arrastrando con los dientes por las rampas de arena ciclópeos bloques de piedra que previamente habrían sacado, y tallado con las uñas, con un grado de perfección de ángulos y aristas y pulido acojonante, de canteras al quinto pino del sitio de construcción, para construirle una tumba a su faraón. No sé, algo hay en esas teorías que no me acaban de encajar en la lógica científica. Tal vez sea verdad que esos vestigios nos deberían hacer replantearnos las bases de las suposiciones sobre las que hemos basado la Historia. Sin embargo, si es que fuera así su génesis, como dice la egiptología, lo de las Pirámides sería precisamente la obra que mejor ejemplificaría la idea siniestra que no puedo dejar de ver en las grandes obras de la arquitectura. Así que, fuera o no fuese así como dicen que fue, válgame esa imagen horrorosa que evoca la versión oficial de la construcción de las Pirámides para hacer un símil general de esa argamasa de tortura que estoy tratando conjurar en estas grandes creaciones del arte de las grandes construcciones colectivas que, encima, no tienen ningún interés para la colectividad. A ver si me entendéis. O a ver si yo me explico. Cuánto sudor, sangre y muerte durante generaciones enteras a lo largo de los siglos. Todo ese enorme esfuerzo necesario para poder crear la estructura precisa para ejercer los latigazos y presiones coactivas para hacer tragar con el sufrimiento de los trabajos más horribles a la masa necesaria para conseguir la realización de esos gigantescos antojos personales en nombre de los dioses y los césares de turno. Algunos expertos dicen que no en todos los casos se hacían esas cosas mediante esclavos, que había mucha veces que los abundios consideraban un honor dar su vida en la consecución de esas súper construcciones y lo hacían hasta que alegremente. Puede ser. A mí en el fondo, para lo que trato de decir ahora, me da igual que la coacción se consiga a fuerza de tralla pura y dura o a través del poder de seducción o de embaucar con la magia de esotéricos embustes, o con el pobre anzuelo de un pequeño salariete para poder tirar, como en la edad moderna. Me da igual incluso que se llegara a hacer en ocasiones en plan delirio alucinante de gloriosa unión mística sadomasoca. Todo ese esfuerzo y dolor, para construir el sueño grandioso de los que tienen el poder de forzar su construcción... en nombre de no sé qué grandor o grandeza que sólo me parece erotizante si me pongo en el sitio de los que les toca promover, o si acaso dirigir la promoción... por mucho arte que tenga la obra... Cuánto dolor y qué magnifico derroche de energía. No sé, pensando en qué ejemplos poner aquí para ilustrar la desazón que me produce la contemplación de estos monumentos de pronto he encontrado uno que viene que ni al pelo. Porque además de reunir todos los aspectos siniestros inimaginables que este tipo de acciones tienen en su construcción y ser su factura de un mal gusto tan insuperable como gigantesco, la historia de su facto es todavía actual: El Valle de los Caídos. ¿Ves? ¿A que ahí si que está claro que lo que habría que hacer con ese monumento al horror es dinamitarlo y borrar de la memoria para siempre las huellas de ese sádico abuso de poder? Aunque la verdad es que aún en un caso tan claro como este hay quienes lejos de querer dinamitarlo se inflaman de orgullos humanos trascendentes cuando ven desde lejos la siniestra sombra de su cruz cayéndoles sobre el valle en la cabeza e irían a otra guerra si fuera necesario si alguien se pusiera a demolerlo. Y también hay los que aún diciendo que la obra les parece un horror intolerable se avienen a decir que ya que existe tirarla es una locura y lo que habría que hacer es darle una mano de brochazos significativos al emblema para cambiar un poco el color de su significación y hacerlo así más engullible a las actuales gargantas democráticas, siempre tan proclives a hacerse las estrechas a la hora de tragar todo lo que haga falta. No sé. Aunque a mi se me revuelven las tripas cuando pienso en esa construcción no es mi intención ahora condenar atrocidades de las dictaduras sino jugar a analizar algo que está más allá pero muy dentro de su esencia. Y si me interesa aquí ahora la enormidad de esta basílica espantosa no es tanto por lo que tiene en sí de símbolo aberrante como por aprovechar la capacidad que aún tiene de hacer surgir sentimientos encontrados a su vista, para trasladarla a otras creaciones que por estar más lejanas en el tiempo ya han perdido esa capacidad de levantar ampollas que sin duda tendrían en el suyo y ahora sólo se las contempla como obras que están por encima de cualquier concepto criminal, y sólo son representativas de esa parte de nuestro quehacer que llamamos arte y que nos gusta emparentar con lo divino, existan o no existan las divinidades. ¿No podría ser que por ejemplo, el emperador Quim Shi Huang, ese que se hizo enterrar con miles y miles de figuras de guerreros a tamaño natural hechos de arcilla, muchos con armas y montados a caballos, fuera un grandísimo hideputa cien mil veces más grandísimo que Franco? ¿Cuantos pobres seres humanos tuvieron que pasar la mayor parte de su vida construyendo los sueños de ese megalómano enfermizo? ¿Y cuántos fueron los que sirvieron como agentes del aparato represivo de poder ejecutivo? porque esos delirios personales sólo pueden construirse usando de cohortes represivas de férreas y masivas estructuras. Se me ocurre pensar en uno de esos artista de la terracota que, después de poner todo su genio en la creación de esas figuras tuviera que sufrir verlas luego enterradas para siempre, al servicio y al disfrute sólo de aquél déspota cadáver. Claro que habría muchos de esos artistas que estarían orgullosos de emplear su vida para tan alto fin y andarían por ahí muy estirados con la barbilla alta y el culo prieto, en ocasiones jodiendo a subalternos como forma de sentirse ungidos por el privilegio y desahogar posibles amarguras que se hubieran tenido que tragar. Y habría los que proclamaran que estaban muy contentos con haber sido elegidos para esa santa empresa y luego se cagaran entre dientes día a día en la putísima madre que parió al emperador y a toda su tropa de cabrones. Y los felices felices felices por haber alcanzado ese destino porque no podrían soñar con un sino mejor que dar la vida a los deseos de su amo. Y los que ni siquiera tendrían luces para hacerse otro planteamiento que hacer lo que les había tocado en esta vida sin comerse mucho el coco por naturaleza y gracias a que al poder pillar cacho del imperial proyecto podían medrar al menos más o menos, que de esos siempre los ha habido y los habrá y seguramente siempre serán la mayoría. Sí, de todo habría entre los artesanos de distintos estamentos y habría miles de posibles personajes para protagonizar otras tantas novelas históricas best seller, pero, ¿y los cientos de miles de pringados que hicieron falta para que los artistas hicieran de su arte una realidad? La verdadera mano de obra. Los saca barros, los transportistas, los corta leñas, los cava hoyos, los sube pesos... todos esos que sin la penosidad de los cuales se va a la mierda la materialización de la magia creativa, cuyos sudores amargos es lo que yo no puedo dejar de ver rezumando por los poros de esas arqueologías de las que pretenden que sólo nos hablen de la cualidad divina que tenía la creación de esos humanos creadores distinguidos por el toque de las artes que mandaron construirlas, que no sólo les haría trascendentes a no sé qué cualidad espirituosa a ellos por haberlas ideado y promovido sino a cualquier abundio que comulgue hoy y en el futuro con su contemplación en la debida compostura. ¿Se hacen también merecedores de esa aura meliflua y sacrosanta esos pringados? En absoluto, antes bien esos son en la historia como una masa impersonal y amalgamada que no se considera casi nunca, apartada de las mieles del acto creativo por completo, y nadie piensa en ellos y todo el mundo lo que quiere ser es uno de los otros, más o menos importante en la cadena de mando pero, por los dioses, de los otros, jamás tener que ser uno de ellos. Y sin embargo, no cabe la duda, seguirán naciendo mil destinos de estos desgraciados por uno que se libre más o menos de pringar casi siempre a costa suya. Así son las cosas. Y hay quién dice que, no sólo no puede ser de otra forma sino que tiene que ser así por fuerza. Que la especie no podría medrar de otra manera. Que pensar en otro modo puede llegar a ser incluso subversivo. O hasta que terrorista. Y por si acaso lo obvio no es suficiente para mantener a algunos dentro de la raya, hay montada toda una estructura disuasoria secular que se va adaptando maravillosamente al paso de los siglos para cortarles los vuelos a los que se dejen llenar la cabeza de pájaros.

Y ahora aparece en el texto de mi testo la Casualidad. Que según muchos no existe y que a mí me ha sorprendido cuando, ayer, no sabía cómo seguir poniendo aquí caracteres alfabéticos porque había perdido el hilo y no estaba ni seguro de que hubiera merecido la pena decir lo dicho y de pronto me puse a ver un episodio de Cosmos, del National Geografic Chanel, y me encuentro que tratan sobre el tremendo hideputa que fue efectivamente el tal Quim Shi Huang, el de los muñequitos que yo había puesto de ejemplo del horror que no puedo dejar de ver en las obras de ese arte que está unido al poder del poderoso, que según ellos habría sido no sólo responsable de una época de represión espeluznante sino además del atraso de las ciencias universales por haber quemado libros a montones y perseguido y matado a científicos punteras de su época. Mira tú me dije, que ya lo había olido yo. Y es que efectivamente este tipo de obras faraónicas son casi siempre, vamos a dejar el casi por si acaso, promociones de hijos de la gran puta de muchísimo cuidado. Que era lo que yo quería decir al Universo así tan importante como para que gastara parte de mi tiempo aquí en el ordenador dale que dale a las teclitas. Y no por buscar justicialismo y soluciones que lo más seguro es que no haya, sino por simples ganas de mostrar a quien lo mire el tremendo despropósito que cunde en las estructuras de la Civilización, enredado con otras malas trepadoras en sus pilares más sagrados y hasta con la complacencia y la fea colaboración de las bellas artes con las terribles armas. Otro gallo cantaría si esa simbiosis dejara de existir.
Sin embargo entiendo cuando dice Manuel Vicent: “Como un áspid desprendido del seno de los dioses el arte se ha ido deslizando por todas las ruinas, sin excluir la ruina humana, hasta redimir la sangre que ha generado la historia”. Y comparto con él la emoción con la vista de ese áspid (por cierto qué curiosa elección de la palabra), pero no puedo dejar de ver el veneno tan fino que destila en sus colmillos. Y me pregunto, sin ningún ánimo de reivindicación inútil, si no sería ya hora de dejar de hacer, cósmicamente hablando, el gilipollas malafollá los unos con los otros y dedicar los esfuerzos de la especie a algo un poco más dentro de algún tipo de razón. Aunque seguramente eso será como pedir peras al olmo. Más adelante, Manuel centra ese poder purificador del arte refiriéndolo al artista individual con ejemplos así como que “El fanatismo de la Inquisición fue redimido por la locura de El Quijote y la duda de Hamlet”. Y yo también me exalto con él subiendo al olimpo luminoso de los grandes creadores enfrentados a lo largo de la Historia no solo a los ridículos pastores criminales sino a todo el borregueo del rebaño, pero no puedo dejar de ver al mismo tiempo cómo en la mayoría de los casos tampoco estos estaban tan limpios de cooperación con los sistemas que les tocara torear. Como es natural por otra parte.
Por fin acaba Manuel con una apuesta optimista de futuro, “La corrupción y la basura moral que hoy nos asfixia tiene un punto de fuga”. Dice. “El arte es una escapatoria”... “Sálvese quién pueda”. Concluye por fin. Y esa conclusión me parece perfecta para zanjar este tipo de disquisición. Yo personalmente he procurado salvarme escapando todo lo que he podido de pringar, si me apuráis, y por si acaso, hasta que de la propia creación. Principalmente, ese ha sido mi arte. Sin embargo, no siempre estoy seguro de haber alcanzado la satisfacción.

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