19 dic 2010

Rollos matutinos 46



Limtónic


A veces lo hago sin pensar, pero otras veces me recreo en la riqueza que supone. El cortar la rodajita de lima. Para echársela al vaso con la tónica y el hielo. Hace ya mucho que no bebo y ponerme una tónica por las noches me da no sé qué regusto de beber algo que entona, con el clinquirinclin sugerente del hielo contra el cristal del vaso. Y la rodajita de lima, traída con presteza para mí desde algún lejano lugar de Sudamérica, más que darle el toque sibilino de sabor tropical que le da, como que le pone al vaso el punto que necesita, para parecer más copa o lo que sea. Y a veces lo hago sin pensar. Lo de cortar la rodajita. Pero otras me regodeo en el lujo que eso me supone. Y en la energía vital que exige ese traslado. Y me figuro mientras lo hago al malasalariado que ha recogido precisamente ese verde fruto mío en un campo tropical concreto y a todos los que me lo han ido acercando a través de medio planeta, recreándome es sus posibles personajes y los de sus proles y amores y amigos y enemigos engarzados como en una baraja de existencias. La escala abarca todo tipo de clases. Puedo por ejemplo centrarme en los braceros y otros elementos pertenecientes al sector de peones campesinos. El patrón. Los capataces. Al fin, aunque sin duda con ínfulas de mando, tan cutres muertos de hambre como ellos. O en el transportista camionero que atraviese carreteras perdidas por la selvas, quizás también conjugando en su camión mi lima con rollos cocaleros, por qué no, a lo mejor incluso del sector de negocio de la DEA, y con alguna o¿ene?gé de tráfico de armas pacifistas que sirva de perfecto interconector. O en el que carga y descarga las cajas en las grupas de ambos lados. Y así hasta llegar al pobre chaval de empleo precario y futuro en crisis, más perdido que el lucero del alba, que no sabe al despuntar si es de día o de noche, que me lo pone en los estantes del Alcampo. Este último eslabón de la cadena se suele cubrir con autóctonos de barrios periféricos y, cada vez más, con manos de obra baratas de origen emigrante, que llegan hasta aquí importadas por un tubo por el efecto suctor que generan los frutos de las limas y las vainas al abarrotar los mercados de nuestro bienestar, para que en el final no falte quien me las ponga a mano para que yo las coja. De una en una o de a dos como mucho. Porque no es cosa de gastar más que unos céntimos, y las rajas con las que me agasajo son tan finas que con una pieza tengo para un montón de noches y de tónicas. Pero también puedo pensar en los agentes de nivel más alto del reparto de este grupo raptor que consigue traerme encajado al exótico limón que ahora corto en rodajas, desde su cálida rama a mi bien surtido frigorífico. Ese piloto de avión al que le aburre ya estar saltando supersónico siempre encima del mismo océano. O ese accionista de vete a saber donde que ha metido con un clic de ratón su pela sin color en esa actividad de la que sólo sabe su rentabilidad segura, poniendo a vibrar con sus ganas de ganar sin hacer nada el frenesí de cuantos que hace posible la magia de que yo tenga ahora aquí la concreción del cítrico en mis manos, y corte la rodaja y la ponga en la copa sin alcohol dando un poco de gusto sugestivo a mi felicidad en el fondo un poco sosa. Sintiéndome por un instante el más rico del mundo, con toda esa labor currando para mi tonto detallito. Y diciéndome de pronto que tal vez sería interesante poner este flash que me ha dado el corte ácido del redondo objeto de mercado por escrito, por si pudiera tener algún tipo de interés trascendental, o lo que sea, para la cognición global o para su puta madre.

La foto es de un envoltorio de caramelo, de la marca Maoam, que está levantando ampollas en padres europeos que lo tachan de pornografía dirigida a los niños. En fin, tú mismo.

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