Escrito entre finales
Sudáfrica 2010 I
No es que no me guste. El fútbol. Que no me gusta nada. Es sobre todo que veo como se cuece en sus altares un rollo raro que no es que me parezca malo, es que es algo así como la madre del malrollopadre de todos los malrollos del tinglado social este. Sí. El caldo ligero que hincha el alma del forofo futbolero tiene los mismos ingredientes que el brebaje espeso que alimenta la fe que enquista y aglutina la unión tribal y enardece los patriotismos y da testarudez a las religiosidades. Y son también los mismos chefs los que lo guisan y el mismo tipo de chamán el que los administra con la misma cuchara. Hoy día, encima, al igual que los paraísos fiscales son imprescindibles para que el capital pueda cumplir sus funciones económicas sin remilgos racistas de colores, la capitalización del fútbol es el mejor detergente para la sagrada lavadora que limpia fija y da blancor al dinero que se ensucia de currar en los mercados naturales que mueven el Sistema. Y, al mismo tiempo que transforma deportivamente las feas manchas de la humana praxis en olor de multitudes a gloria olímpica divina, consigue que adeptos y devotos olviden sus desgracias felices en la euforia de ser muchos siendo así y que, al mismo tiempo que están entretenidos se enorgullezcan de ser un grano más en el magnífico molino que les muele, aflojen la pasta sin sentir y se sientan parte de una masa hasta el delirio colectivo. Todo son ventajas. El fútbol se ha hecho el conductor perfecto para conectar el consumo de los consumidores con la gestión de Estado y Mafia, los dos bornes de la dorada pila que alimenta y eleva el resplandor de toda democracia, desarrollada o emergente. Sus partidos venden más banderas patriotas que cualquier grupo político, para contento de quién guste del sabor nacionalista y gloria de moros y de chinos, que son los que las venden y producen. Y con la animación de sus ligas consigue que ese espécimen mayoritario que no sabe muy bien ni para qué está aquí tenga la referencia mística de unión al carro que merece. Yo soy del equipo. Porque es el mío y yo soy del. Y este cliché de comunión con la afición al grupo es de esos valores que se pasan machaconamente de padres a hijos, de que dejan de mearse en los pañales, sobre todo si son machos, porque el fútbol es el ultimo veterano que sigue siendo, casi tanto como la eucaristía católica y más aún que la política, cosa de hombres. Tanto que en ese género profundo de desigualdad ni siquiera se plantea mirar ningún ministerio de igualdades. A veces, ese gusto por el fútbol no se logra de forma natural sino que hay que conseguirlo con determinación. Todos lo tienen, yo no puedo ser menos porque entonces algo hay que no encaja. Y entonces uno se lanza a adquirir esa pasión cueste lo que cueste. Marcos, el Jabatrueno, fue el primer caso, de estos, que yo conocí. Teníamos diez o doce años allá por los sesenta en una ciudad pequeña de la castilla franquista y, junto con Alfonso, éramos los tres colegas que más tiempo pasábamos juntos por el barrio. Jugábamos a las guerras y a las pelis y él alucinaba sintiéndose el Capitán trueno o el Jabato. Y un día cuando íbamos paseando los dos para el parque con nuestros pantaloncillos cortos, recuerdo que me iba soltando de corrido la musiquilla de las alineaciones de no sé que equipos, como para fardar de conocimientos futboleros y hacerse un autoexamen de su forofía aprovechando que yo era de fiar, yo le conté que a mí el fútbol es que me parecía una tontería que lo único asombroso que tenía para mí era esa embriaguez general absurda que ponía a la gente seria a hacer el ridículo sin que al parecer se dieran cuenta.
-Y a mí tampoco me gustaba- me confesó muy seriamente-, a ver qué te crees tú. Pero eso no lo puedes hacer. El fútbol te tiene que gustar ¿No ves que a todos los tíos les gusta? Sólo a las niñas no les gusta. Hazme caso, si no te gusta vas a tener problemas. Es muy fácil. Tú empieza por aprenderte las alineaciones y luego escucha lo que dicen. Con el tiempo te llega hasta a gustar, ya verás. Mira yo ya me sé todas las de todos los equipos de primera. Pregúntame, pregúntame verás.
Y se puso a hacer regates con un balón imaginario al tiempo que recitaba saltarín la cantinela de las alineaciones mientras seguíamos caminando por la calle hacia el parque, con una madurez tan fría que a mí me dio hasta que un poco de miedo. Por él, por la penitencia tan grandísima que se había echado encima. Porque por mí, ya sabía yo que mi destino era ser raro, y no sólo por ese interés inadecuado que empezaba a notar por las patas peludas de los tíos, que, por otra parte, estaba seguro de que no guardaba relación alguna con que me gustara o no ese deporte por el que todo se estaba empeñando en que llegara a ser fenómeno social completamente incuestionable.
Poco después caí en la cuenta de la forma tan particular que había elegido Alfonso para salvar el problema que en verdad suponía el que no te gustara el fútbol. Él, que tenía además ademanes demasiado finos. Proclamaba continuamente que lo que a él le gustaba era el baloncesto, y que además era un fororo empedernido del Club de Baloncesto del Ferrol. Sí, de Galicia. Allí, en aquella ciudad mesetaria todavía casi sin televisión, que no sabía siquiera si existía algo más allá del río que la circundaba. Se tiraba la vida quejándose de que no encontraba gente para formar equipo. Así que no tenía que jugar.
Luego fui dejando de verlos, después me fui y nos perdimos por completo. Cuando tenía yo ya veintitantos y en un barco de vuelta de Marruecos me encontré con otro tío de aquél mundo, que no veía casi desde entonces. Nos reconocimos y empezamos a recordar aquellos lugares comunes en los que él seguía viviendo ¿Te acuerdas del Jabatrueno?, me preguntó, pues se suicidó. Estaba hecho polvo, se quedó colgao. El caso es que no parece que fumara ni se pusiera de na, pero se quedó colgao con los comics, tío. Vivía como en un comics. Al final no hacía otra cosa que leer comics sin salir de casa. Se quedó colgao. ¿Te acuerdas que su madre era divorciada y vivía solo con ella?, Claro, menudo escándalo era eso entonces, Pues se murió la madre y él se suicidó.
No pretendo deducir que fuera el reajuste de la homologación lo que desequilibrara al Jabatrueno. Pero empeñarse en normalizar nuestra conducta no trae nunca nada bueno y siempre tiene serios efectos secundarios. La gente se busca la identidad grupal cargándose de marcas colectivas y son legión los que lo hacen con el fútbol. Aunque parece fácil, esta normalización es muchas veces una pesadilla de autoterapia conductista sorda, que por secreta es aún más dura y cruel. Por eso son tantos los que se pasan la vida repitiendo como loros las cuatro frases hechas de los comentaristas deportivos en las conversaciones obligadas acerca del partido, con ese énfasis absurdo y cabezón con el que creen dejar bien demostrado que además de fanáticos entienden de lo que hay que entender y que lo único que deja al descubierto es la falta total de convicción y de conocimiento. Todos son igual en su simpleza, como si estuvieran lobotomizados por el mismo bisturí. ¡El balón era de Martín, lo que pasa es que Perico hizo falta aposta para evitar el gol, eso lo vio to’l mundo menos el árbitro, pero el balón era de Martín!
Claro que algo tiene el balompié que lo hará tan atractivo para quién le guste. Estaría bueno que no tuviera nada. Como algo tienen que tener las guerras cuando van a ellas tantos voluntarios. Todo eso del juego de equipo y de la táctica y la estrategia y de la geometría aplicada en la competición y de la emoción del juego y la fuerza y la destreza del atleta prototipo, que hoy día usa su imagen metrosexualizada por los medios para vender de todo. La unión extática en el shock sacramental que produce el subidón de adrenalina de millares de cuerpos apretados en una arquitectura gigantesca, erigida como templo para el caso por la mejor ingeniería de la Humanidad, en el momento del gol. Pero a mí... No es solo que no me ponga nada de eso. Que no me pone nada. Es que lo que más me salta a la vista en el montaje que envuelve al simple juego es ese rollo malo que te digo que es el malrollopadre madre de todos los mal rollos, y que está tan presente en la intríngulis de todo su tinglado que, aunque me gustara en sí ese deporte y llegara con él al frenesí que al parecer casi todo el mundo del rebaño llega, si dejara de verlo sería, francamente, gilipollas.
Sudáfrica 2010 I
No es que no me guste. El fútbol. Que no me gusta nada. Es sobre todo que veo como se cuece en sus altares un rollo raro que no es que me parezca malo, es que es algo así como la madre del malrollopadre de todos los malrollos del tinglado social este. Sí. El caldo ligero que hincha el alma del forofo futbolero tiene los mismos ingredientes que el brebaje espeso que alimenta la fe que enquista y aglutina la unión tribal y enardece los patriotismos y da testarudez a las religiosidades. Y son también los mismos chefs los que lo guisan y el mismo tipo de chamán el que los administra con la misma cuchara. Hoy día, encima, al igual que los paraísos fiscales son imprescindibles para que el capital pueda cumplir sus funciones económicas sin remilgos racistas de colores, la capitalización del fútbol es el mejor detergente para la sagrada lavadora que limpia fija y da blancor al dinero que se ensucia de currar en los mercados naturales que mueven el Sistema. Y, al mismo tiempo que transforma deportivamente las feas manchas de la humana praxis en olor de multitudes a gloria olímpica divina, consigue que adeptos y devotos olviden sus desgracias felices en la euforia de ser muchos siendo así y que, al mismo tiempo que están entretenidos se enorgullezcan de ser un grano más en el magnífico molino que les muele, aflojen la pasta sin sentir y se sientan parte de una masa hasta el delirio colectivo. Todo son ventajas. El fútbol se ha hecho el conductor perfecto para conectar el consumo de los consumidores con la gestión de Estado y Mafia, los dos bornes de la dorada pila que alimenta y eleva el resplandor de toda democracia, desarrollada o emergente. Sus partidos venden más banderas patriotas que cualquier grupo político, para contento de quién guste del sabor nacionalista y gloria de moros y de chinos, que son los que las venden y producen. Y con la animación de sus ligas consigue que ese espécimen mayoritario que no sabe muy bien ni para qué está aquí tenga la referencia mística de unión al carro que merece. Yo soy del equipo. Porque es el mío y yo soy del. Y este cliché de comunión con la afición al grupo es de esos valores que se pasan machaconamente de padres a hijos, de que dejan de mearse en los pañales, sobre todo si son machos, porque el fútbol es el ultimo veterano que sigue siendo, casi tanto como la eucaristía católica y más aún que la política, cosa de hombres. Tanto que en ese género profundo de desigualdad ni siquiera se plantea mirar ningún ministerio de igualdades. A veces, ese gusto por el fútbol no se logra de forma natural sino que hay que conseguirlo con determinación. Todos lo tienen, yo no puedo ser menos porque entonces algo hay que no encaja. Y entonces uno se lanza a adquirir esa pasión cueste lo que cueste. Marcos, el Jabatrueno, fue el primer caso, de estos, que yo conocí. Teníamos diez o doce años allá por los sesenta en una ciudad pequeña de la castilla franquista y, junto con Alfonso, éramos los tres colegas que más tiempo pasábamos juntos por el barrio. Jugábamos a las guerras y a las pelis y él alucinaba sintiéndose el Capitán trueno o el Jabato. Y un día cuando íbamos paseando los dos para el parque con nuestros pantaloncillos cortos, recuerdo que me iba soltando de corrido la musiquilla de las alineaciones de no sé que equipos, como para fardar de conocimientos futboleros y hacerse un autoexamen de su forofía aprovechando que yo era de fiar, yo le conté que a mí el fútbol es que me parecía una tontería que lo único asombroso que tenía para mí era esa embriaguez general absurda que ponía a la gente seria a hacer el ridículo sin que al parecer se dieran cuenta.
-Y a mí tampoco me gustaba- me confesó muy seriamente-, a ver qué te crees tú. Pero eso no lo puedes hacer. El fútbol te tiene que gustar ¿No ves que a todos los tíos les gusta? Sólo a las niñas no les gusta. Hazme caso, si no te gusta vas a tener problemas. Es muy fácil. Tú empieza por aprenderte las alineaciones y luego escucha lo que dicen. Con el tiempo te llega hasta a gustar, ya verás. Mira yo ya me sé todas las de todos los equipos de primera. Pregúntame, pregúntame verás.
Y se puso a hacer regates con un balón imaginario al tiempo que recitaba saltarín la cantinela de las alineaciones mientras seguíamos caminando por la calle hacia el parque, con una madurez tan fría que a mí me dio hasta que un poco de miedo. Por él, por la penitencia tan grandísima que se había echado encima. Porque por mí, ya sabía yo que mi destino era ser raro, y no sólo por ese interés inadecuado que empezaba a notar por las patas peludas de los tíos, que, por otra parte, estaba seguro de que no guardaba relación alguna con que me gustara o no ese deporte por el que todo se estaba empeñando en que llegara a ser fenómeno social completamente incuestionable.
Poco después caí en la cuenta de la forma tan particular que había elegido Alfonso para salvar el problema que en verdad suponía el que no te gustara el fútbol. Él, que tenía además ademanes demasiado finos. Proclamaba continuamente que lo que a él le gustaba era el baloncesto, y que además era un fororo empedernido del Club de Baloncesto del Ferrol. Sí, de Galicia. Allí, en aquella ciudad mesetaria todavía casi sin televisión, que no sabía siquiera si existía algo más allá del río que la circundaba. Se tiraba la vida quejándose de que no encontraba gente para formar equipo. Así que no tenía que jugar.
Luego fui dejando de verlos, después me fui y nos perdimos por completo. Cuando tenía yo ya veintitantos y en un barco de vuelta de Marruecos me encontré con otro tío de aquél mundo, que no veía casi desde entonces. Nos reconocimos y empezamos a recordar aquellos lugares comunes en los que él seguía viviendo ¿Te acuerdas del Jabatrueno?, me preguntó, pues se suicidó. Estaba hecho polvo, se quedó colgao. El caso es que no parece que fumara ni se pusiera de na, pero se quedó colgao con los comics, tío. Vivía como en un comics. Al final no hacía otra cosa que leer comics sin salir de casa. Se quedó colgao. ¿Te acuerdas que su madre era divorciada y vivía solo con ella?, Claro, menudo escándalo era eso entonces, Pues se murió la madre y él se suicidó.
No pretendo deducir que fuera el reajuste de la homologación lo que desequilibrara al Jabatrueno. Pero empeñarse en normalizar nuestra conducta no trae nunca nada bueno y siempre tiene serios efectos secundarios. La gente se busca la identidad grupal cargándose de marcas colectivas y son legión los que lo hacen con el fútbol. Aunque parece fácil, esta normalización es muchas veces una pesadilla de autoterapia conductista sorda, que por secreta es aún más dura y cruel. Por eso son tantos los que se pasan la vida repitiendo como loros las cuatro frases hechas de los comentaristas deportivos en las conversaciones obligadas acerca del partido, con ese énfasis absurdo y cabezón con el que creen dejar bien demostrado que además de fanáticos entienden de lo que hay que entender y que lo único que deja al descubierto es la falta total de convicción y de conocimiento. Todos son igual en su simpleza, como si estuvieran lobotomizados por el mismo bisturí. ¡El balón era de Martín, lo que pasa es que Perico hizo falta aposta para evitar el gol, eso lo vio to’l mundo menos el árbitro, pero el balón era de Martín!
Claro que algo tiene el balompié que lo hará tan atractivo para quién le guste. Estaría bueno que no tuviera nada. Como algo tienen que tener las guerras cuando van a ellas tantos voluntarios. Todo eso del juego de equipo y de la táctica y la estrategia y de la geometría aplicada en la competición y de la emoción del juego y la fuerza y la destreza del atleta prototipo, que hoy día usa su imagen metrosexualizada por los medios para vender de todo. La unión extática en el shock sacramental que produce el subidón de adrenalina de millares de cuerpos apretados en una arquitectura gigantesca, erigida como templo para el caso por la mejor ingeniería de la Humanidad, en el momento del gol. Pero a mí... No es solo que no me ponga nada de eso. Que no me pone nada. Es que lo que más me salta a la vista en el montaje que envuelve al simple juego es ese rollo malo que te digo que es el malrollopadre madre de todos los mal rollos, y que está tan presente en la intríngulis de todo su tinglado que, aunque me gustara en sí ese deporte y llegara con él al frenesí que al parecer casi todo el mundo del rebaño llega, si dejara de verlo sería, francamente, gilipollas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario