Fue un flash del tipo fogonazo, que se mantuvo luego un rato encendido como si estuvieran proclamando su majestuosidad con un foco divino. Algo, en la postura erguida que mantenía sobre el alto taburete o en lo estático de su sonrisa oriental, me hizo recordar a esos dioses hindúes que proclaman su divinidad desde postales pasteles de colores. Pero ella era china. Y me miraba sentada bajo el cielo de un buen centenar de jamones en un bar de la Plaza del Carmen de Granada, que es uno de esos nuevos que buscan conjugar lo tradicional con lo moderno. Tiene por un lado todo el disain en el diseño y luego todo el techo cubierto de jamones, y debajo unas pequeñas mesas altas y redondas, con aire mesonero, a las que te puedes sentar en altos taburetes. Está abierto a la calle por enormes cristaleras y una puerta corredera del mismo cristal, que un sensor te abre en cuanto que te acercas, y siempre está lleno de una mezcla de turistas, hechizados como en trance por las patas y las tapas de diferentes embutidos que se sirven sobre un trozo de papel de estraza, y de una amplia representación de la más pura clase media de Graná que va a ponerse hasta el culo, finamente, de chacinas.
Yo entré con una amiga a hacer lo propio y echar un par de cañas y un rato de cháchara, y fue nada más entrar, al ponernos a la barra y mirar a mi alrededor buscando un taburete, cuando se produjo el flash. Porque no sé con que medios, ella llamó mi atención, sentada en el suyo a la mesa que estaba al lado de la cristalera, con un gesto tan magnífico y solícito, que fue como si en vez de un taburete que a ella le sobraba, me estuviera ofreciendo la gracia de un don divino que sólo yo me mereciera. Y entonces fue el momento del foco y de la luz y de que quedáramos por un instante eterno los dos solos unidos bajo el cielo de jamones, mientras yo me acercaba a ella atraído por su éxtasis y ella se regocijaba en el acto de la contemplación del mío. No hubo palabras. Ella sólo permaneció iluminada en aquel aura divina de serenidad e hizo un gesto dulcísimo y apenas perceptible con su mano indicándome que el taburete frente a ella era mío. Yo dije, gracias, creo que dos veces, queriendo decir todo, incluso: hágase en mí según lo que tú quieras. Y luego volví a la barra al lado de mi amiga, y volví a mirar y aún estaba encendido el foco, y aún estaba ella en su estático esplendor de diosa del Oriente de edad incalculable. A su lado estaba el chino, pero este era un cuarentón completamente gris y tan anodino como la mayoría de los de la clase media granadina que llenaban la sala metiéndose chacinas para el cuerpo. Hice una última y pequeña reverencia con la cabeza como signo de reconocimiento a la grandiosidad de su persona y ella me lo devolvió aún más grande pero sin que moviera nada. Después creo que dejé de mirar por algún tipo de decoro y todo se acabó.
-Qué flash la oriental esa- creo que dije a mi amiga.
-Son Chinos- dijo ella-, que están invadiendo Granada. Antes eran los japoneses y ahora son los chinos. Están por todas partes y creo que son ruidosos que no veas, por donde van la montan.
Esa información tan estadística acabó de romper el encanto que había habido. Volví a mirar y vi que el foco celestial ya se había apagado, pero que ella aún permanecía en su postura regia mirando todo como desde una altura de paz inquebrantable y a mí con un tipo especial de reconocimiento que no pude definir pero que me emocionaba.
Entonces seguimos hablando mi amiga y yo de nuestras cosas y nos tomamos nuestras cañas y nuestras tapitas de guarro en rodajitas y pasó la hora y pico que teníamos por perder. Pero en algún rincón de mi coco siguió encendida la luz de esta imagen y se fue desarrollando la trama de este texto inspirado en el rostro magnánimo de aquella china inescrutable. Quién sería de verdad. Pero eso era imposible saberlo. Sólo podía imaginar las infinitas posibilidades de sus posibles vidas chinas, todas completamente diferentes a la que en realidad sería la suya, y que era la que le había acabado trayendo aquí, a algún hotel medianamente caro, a hacer un viaje de exotismo o vete tú a saber. Y a tener conmigo ese encuentro tan trascendental que acabábamos de tener por el intercambio de un taburete en un bar de moda de tapas de cochino. A lo mejor está ella ahora también escribiendo en algún lado algo sobre un flash que tuvo con un granadino especial bajo un cielo cuajado de jamones, sin saber que yo no soy ni andaluz siquiera. Hasta es posible que ella acabe no siendo china tampoco. Pero lo cierto es que un tipo especial de contacto si lo hubo. Y entonces me paro a hacer recuento de cuántas cosas habrán sido necesarias para que se produjera la trivialidad de nuestro encuentro en la Historia del Tiempo. Empezando por toda la trama de existencias necesarias para hacer posible su poder económico, el invento y creación del avión que la trajo a ella y el coche que me trajo a mí, el interés turístico de una ciudad emblema de exotismo para casi todo el mundo y para mí capital de una de las provincias más paletas… Y el guarro. Sí claro, toda la estructura de explotación ganadera del cerdo y por supuesto y en especial de los propietarios de las patas que colgaban del techo, y del que había hecho posible con su sangre y sus grasas las rodajas de chorizo y de morcilla, de cabeza de cerdo y de butifarra blanca con pimienta, por cuya sabrosa fama habíamos sido llamados a ir allí en devota comunión tanta ella como yo.
¡Gloria cósmica pues en especial a ese guarro!, mientras oigo sus chillidos a la hora de su muerte violenta, que tuvo que soportar el embutido de su cuerpo queridísimo para que se diera esta escena, tan tonta como mágica, y tan insignificante como trascendental. Para que yo escribiera esto. Y para que se enriqueciera el dueño del local que es una mina, y para que perdieran el tiempo de sus vidas los camareros que lo atiende sin duda por un sueldo de mierda con el que pagar sus hipotecas para gloria de los bancos.
La foto es un zapato. Sí, que se llama Por los mares de la china, y su autor, Javier Gasco, dice de él que tiene el balanceo de los barcos y el susurro de los mares. Lo encontré buscanco algo que poner como imagen para el texto de esta china. Si quieres saber más puedes pinchar aquí
Yo entré con una amiga a hacer lo propio y echar un par de cañas y un rato de cháchara, y fue nada más entrar, al ponernos a la barra y mirar a mi alrededor buscando un taburete, cuando se produjo el flash. Porque no sé con que medios, ella llamó mi atención, sentada en el suyo a la mesa que estaba al lado de la cristalera, con un gesto tan magnífico y solícito, que fue como si en vez de un taburete que a ella le sobraba, me estuviera ofreciendo la gracia de un don divino que sólo yo me mereciera. Y entonces fue el momento del foco y de la luz y de que quedáramos por un instante eterno los dos solos unidos bajo el cielo de jamones, mientras yo me acercaba a ella atraído por su éxtasis y ella se regocijaba en el acto de la contemplación del mío. No hubo palabras. Ella sólo permaneció iluminada en aquel aura divina de serenidad e hizo un gesto dulcísimo y apenas perceptible con su mano indicándome que el taburete frente a ella era mío. Yo dije, gracias, creo que dos veces, queriendo decir todo, incluso: hágase en mí según lo que tú quieras. Y luego volví a la barra al lado de mi amiga, y volví a mirar y aún estaba encendido el foco, y aún estaba ella en su estático esplendor de diosa del Oriente de edad incalculable. A su lado estaba el chino, pero este era un cuarentón completamente gris y tan anodino como la mayoría de los de la clase media granadina que llenaban la sala metiéndose chacinas para el cuerpo. Hice una última y pequeña reverencia con la cabeza como signo de reconocimiento a la grandiosidad de su persona y ella me lo devolvió aún más grande pero sin que moviera nada. Después creo que dejé de mirar por algún tipo de decoro y todo se acabó.
-Qué flash la oriental esa- creo que dije a mi amiga.
-Son Chinos- dijo ella-, que están invadiendo Granada. Antes eran los japoneses y ahora son los chinos. Están por todas partes y creo que son ruidosos que no veas, por donde van la montan.
Esa información tan estadística acabó de romper el encanto que había habido. Volví a mirar y vi que el foco celestial ya se había apagado, pero que ella aún permanecía en su postura regia mirando todo como desde una altura de paz inquebrantable y a mí con un tipo especial de reconocimiento que no pude definir pero que me emocionaba.
Entonces seguimos hablando mi amiga y yo de nuestras cosas y nos tomamos nuestras cañas y nuestras tapitas de guarro en rodajitas y pasó la hora y pico que teníamos por perder. Pero en algún rincón de mi coco siguió encendida la luz de esta imagen y se fue desarrollando la trama de este texto inspirado en el rostro magnánimo de aquella china inescrutable. Quién sería de verdad. Pero eso era imposible saberlo. Sólo podía imaginar las infinitas posibilidades de sus posibles vidas chinas, todas completamente diferentes a la que en realidad sería la suya, y que era la que le había acabado trayendo aquí, a algún hotel medianamente caro, a hacer un viaje de exotismo o vete tú a saber. Y a tener conmigo ese encuentro tan trascendental que acabábamos de tener por el intercambio de un taburete en un bar de moda de tapas de cochino. A lo mejor está ella ahora también escribiendo en algún lado algo sobre un flash que tuvo con un granadino especial bajo un cielo cuajado de jamones, sin saber que yo no soy ni andaluz siquiera. Hasta es posible que ella acabe no siendo china tampoco. Pero lo cierto es que un tipo especial de contacto si lo hubo. Y entonces me paro a hacer recuento de cuántas cosas habrán sido necesarias para que se produjera la trivialidad de nuestro encuentro en la Historia del Tiempo. Empezando por toda la trama de existencias necesarias para hacer posible su poder económico, el invento y creación del avión que la trajo a ella y el coche que me trajo a mí, el interés turístico de una ciudad emblema de exotismo para casi todo el mundo y para mí capital de una de las provincias más paletas… Y el guarro. Sí claro, toda la estructura de explotación ganadera del cerdo y por supuesto y en especial de los propietarios de las patas que colgaban del techo, y del que había hecho posible con su sangre y sus grasas las rodajas de chorizo y de morcilla, de cabeza de cerdo y de butifarra blanca con pimienta, por cuya sabrosa fama habíamos sido llamados a ir allí en devota comunión tanta ella como yo.
¡Gloria cósmica pues en especial a ese guarro!, mientras oigo sus chillidos a la hora de su muerte violenta, que tuvo que soportar el embutido de su cuerpo queridísimo para que se diera esta escena, tan tonta como mágica, y tan insignificante como trascendental. Para que yo escribiera esto. Y para que se enriqueciera el dueño del local que es una mina, y para que perdieran el tiempo de sus vidas los camareros que lo atiende sin duda por un sueldo de mierda con el que pagar sus hipotecas para gloria de los bancos.
La foto es un zapato. Sí, que se llama Por los mares de la china, y su autor, Javier Gasco, dice de él que tiene el balanceo de los barcos y el susurro de los mares. Lo encontré buscanco algo que poner como imagen para el texto de esta china. Si quieres saber más puedes pinchar aquí
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