Cuarenta y no sé cuántos van. Muertos. En un momento. Un nubarrón que viene del océano y anega la isla. De tirón. Por la noche. De pronto llega una riada de agua tierra y piedras y listo. Cuarenta y no se cuántas biomáquinas sensoras, programadas cada una para creerse, además de absurdamente eternas, el centro más importante del Universo que intentan registrar, convertidas en mierda, en cadáveres que de inmediato empiezan el proceso de descomposición. Arrasadas por la fuerza de la corriente como cuando vemos hormigas ahogándose en un reguerillo por el campo. Qué brutal demostración de que somos el mismo tipo de objeto, sujetos a la misma lista de amenazas y, seguramente, animados con y para los mismos objetivos de la Naturaleza. Para los que sobrevivieron, los barrizales, las irreparables pérdidas, los duelos. La certeza de que la normalidad puede quebrarse como se rompe un vaso al caerse de las manos. Para los cuarenta y no sé cuántos muertos sólo el silencio del Fin, repentino. Decisivo. Más que en nada, en la muerte, no importa el medio sino el fin. Quién sabe qué cuidados tendría cada uno con la conservación de su existencia. Quizás uno sufriera obsesionado con no comer eso que tanto le gustaba por lo del peligro del colesterol. Otra podría estar preocupada porque su hijo adolescente se había ido de marcha, y es el único de la familia que ha sobrevivido al estar fuera de casa. A otro me lo quiero imaginar limpiando unas sardinas, ahogadas en el aire, para hacérselas asadas cuando le pescó la parca ahogándolo en el agua. Lo más posible es que ninguno sospechara poco antes la inminencia de su término. Como tampoco lo sospecharían los dos ingleses muertos, días después, hace un par de días, a mil y pico kilómetros de distancia del que se preparaba la sardina pero por causa del mismo macrofenómeno atmosférico, al hundirse, por las lluvias excesivas, la techumbre del típico cortijo perdido en la Andalucía profunda donde habían venido a parar, propiedad de otro inglés al que estaban visitando, mientras tomaban té y veían la tele, que a lo mejor hasta emitía las tristes noticias de la reciente tragedia de Madeiras y los cuarenta y tantos muertos en el momento del plomf. El anfitrión, sin embargo, quedó, al parecer, aunque estupefacto, sin casa, y sin amigos y sin televisión, prácticamente ileso, para siempre.
No sé porque habrán sido estos cuarenta y no sé cuántos muertos los que me movieron a darle vueltas a nuestra insignificancia ante el desastre natural y no, por ejemplo, lo de Haití que había sido un poco antes y a una escala mayor, o cuando otros cataclismos anteriores, definitivos para el inconsciente colectivo, como el del Tsunami del terremoto marino de Sumatra, que además de anegar a cientos de miles en un rato fue el que nos grabado a todos en los sesos el término tsunami para siempre, palabra ignota hasta el entonces que, en cualquier caso, designaba algo que era como que nunca había existido antes en la realidad. Ha debido de ser cosa de los antojos que rigen las diarreas literarias. De todos, fue con estos con los que me entró el retortijón de las ideas. Y luego, nada más empezar a soltar haces de letras en el retrete de mi ordenador, de pronto, un estreñimiento verbal me cortó la deposición y, mientras apretaba las entendederas para evacuar lo imaginado a mediosalir, se ha pasado el tiempo y han ido ocurriendo más fatalidades, noticiadas por los medios, la doméstica de lo de los ingleses, amplificada por la cercanía local, y luego lo de Chile, que ha sido primero un seco remeneo y luego otro tsunaminazo. Pero esté, a pesar de haber inundado quinientos kilómetros de costa, con minúscula, muy poco retransmitido, porque la alarma social está ya acostumbrada al concepto y las olas y los medios informativos, tan sensibles a aprovechar lo sorpresivo, no encuentran ya en este fenómeno mortal el mismo gancho de audiencia que una vez tuviera. En cualquier caso, mira por donde, otra vez aparece el agua primigenia, tempestiva, reduciéndonos a escala de hormiguitas, llevándose a su paso todo, incluso pescando, otra vez, a otro que estaba preparándose los peces que estaba tan contento de haber pescado él, desde su barca, un poquito antes.
Amplificado así el área catastrófica y considerando el número de víctimas mortales en cientos de miles de millares, veo que habrá habido de todo. Ricos, pobres, listos, tontos, recién nacidos que sólo hubieran sacado la cabeza, prontos a expirar el último suspiro... Se me ocurre alguno que sufría porque sólo le quedaban cuatro meses por no sé qué tipo de cáncer terminal que le habían diagnosticado. Muchos estarían durmiendo a pierna suelta cuando el agua mortal les arrastró la cama, o se les vino el mundo encima en forma de cascotes. Gran parte estaba al parecer de vacaciones, tumbados al sol en la arena de las playas a las que habían ido a disfrutar del efecto relajante de las olas. Más de uno, sin duda, estaría dándole vueltas a cómo prosperar en sus especulaciones a costa de los otros con empresas y finanzas ¿No iba a haber por ahí algún gilipollas que estuviera escribiendo para dejar a la posteridad el arte de su elucubración? ¿Cuál sería su última ocurrencia? Se estaría haciendo de todo. Follando, comiendo, cagando, dándole a todo tipo de masturbación, preocupándose por esto y por lo otro, llorando, riendo, matando, sudando en una infinidad de afanes o perdiendo el tiempo de manera vil. Sufriendo, gozando, o ni fu ni fa. Viviendo. A lo mejor no faltó el que se estaba suicidando en el preciso instante. A este cojo y lo saco quitándose la cuerda del cuello con el susto y saliendo disparado lejos del desastre para vivir después una vida entera, por qué no, de éxito ejemplar y de felicidad envidiable. Desde luego, cuántas esperanzas rotas. Cuántos dolores rematados de una vez. Cuántas agonías abiertas de repente. Cuánto cuento de la lechera a tomar por culo en un momento. Cuánta empresa desbaratada y cuánto negocio abierto, para tantos. Porque, como decía mi madre, en esta vida unos tienen que morir para que vivan otros. Era su forma cruda y llana de enunciar eso tan trascendental del yin y el Yan. Destrucción y creación siempre van juntos, y desde luego ese aspecto comercial no lo desaprovecha nunca, en el Mercado, el sector que trafica con la muerte.
Es impresionante la tragedia masiva. Impone más que la individual y aislada. Pero eso sólo vale para el espectador. Para el que palma da lo mismo. Tal vez, el que ponía más arriba escribiendo cuando llegaba la ola criminal escribía:
Jayyan, el que cosía la jaima de los saberes,
ha caído en la noche y se ha quemado.
Las tijeras de la Parca han cortado su aliento
y un chamarilero lo ha vendido de balde.
Porque igual de trágico es sucumbir solo porque te caiga una maceta en la cabeza, o por cualquier mal funcionamiento orgánico, que con doscientos mil porque ha habido un terremoto, y, el mismo casual absurdo y sin sentido tiene pagar para ir de turismo exótico a Tailandia a morir por desastre natural que hacerlo, por ejemplo, en el reseco Afganistán del opio, por el impacto de una mina, soldado a sueldo de una guerra humanitaria de la Democracia. En cualquier caso, después, sigue la vida, y se siguen sacando sardinas a ahogarlas en el aire. Y se siguen ahogando aquí y allá algunos nadadores. Y vuelven las lecheras a llevar en la cabeza el sueño progresivo de su cántaro de leche, y le siguen atizando macetas en los cocos a los elementos que les cae la china, mientras van de copas, o de compras, o de paseo. O de entierro. O no. O no le parte a uno un rayo por más que viva de desatar tormentas. Porque en Esto en lo que estamos todos todo es, al parecer, pura cuestión de mera suerte, aunque al final del cuento, de espichar, por lo que se ve, ni dios se escapa.
Gracias, a Salvador por la imagen y a Omar por la última de sus rubaiyyat.
16 mar 2010
Rollos matutinos 34
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