Érase una vez un viejo sabio tranquilo con él y con su entorno que gustaba de guisarse con esmero lo que se comía con gusto. Lo hacía con el conocimiento de quien ha aprendido a hacerlo a lo largo de toda una vida al margen de hipotecas, compromisos, correculos, autoengaños, políticas correctas y demás zanahoria engañaburros, con muy buenos productos y en unas cuantas cacerolas que eran tan viejas como él. Un día, otro hombre ya también tampoco tan joven pero sí muy previsible en lo sonso de sus juicios de valor establecido, estando con él mientras se guisaba su existencia, vio sus gastados peroles y sabiendo que él podía de sobra costearse otros más nuevos le dijo: “¿Cómo no cambias los enseres, que te vas a morir y vas a dejar ahí los dineros para que los disfruten otros?”. El acabó de echar al guiso el azafrán que le pedía el momento, molido con el cuido y la serenidad del que es más sabio por viejo que por sabio y contestó: “Estos están de puta madre y la verdad es que no siento deseo de andar buscando otros. Será entonces porque en realidad no los necesito. Y si no hay necesidad, hacer gasto no es cosa de recibo. Sí los dineros se quedan ahí, bien les vendrá a los que vengan, para emplearlo en lo que de verdad lo necesiten, aunque sean los bancos, que ahora dicen andar tan necesitados de él como los propios pobres”.
El otro hombre, fiel ejemplar de la abundia masa, no pudo ver en su respuesta más que ruindad impresentable hosca y escondida, que le hizo sentirse superior a aquella especie de colgao que no sabía ni vivir su propia vida. Sin embargo, y sin queriendo, algo pinchudo de aquel punto de vista se le quedó clavado por ahí en algún sitio produciéndole un escondido comezón tan inconsciente como inclasificable. Y comentaba y comentó la escena sin parar con los otros ciudadanos para buscarse apoyos a la zozobra insoportable del asombro que la serenidad del de las ollas viejas le causara. “Será roñoso el tío- decía cargado de razón-. Así mismo me lo dijo, mientras siguió haciéndose su parco comistrajo, con una sonrisilla descreída así como si riéndose de mí le perdonara al mundo algún tipo de ignorancia. ¿Pues no sería mejor que en vez de morirse sin el gusto de estrenar comprara y así diera ganancia al que vende y pusiera un poco de su parte en activar la producción, más ahora que está en crisis, dándole un granito de vidilla a un montón de gente?”. Y todos a los que se lo contaba le contestaban lo que él ya se había asegurado que le iban a contestar antes de contarles nada, que sí que claro, que hay que ver, que vamos vamos. Que así están las cosas, por culpa de estos casos. Que hay gente que por querer ser distintos no saben ya que hacer, y malafollás colgaos por cualquier sitio que mires.
Sin embargo, el viejo guisandero, que de otra parte no estaba seguro de no ser en realidad un verdadero asocial por otras muchas cosas, tenía muy claro el peligro que encerraba creer que fueran buenas la idea de crear trabajo y la locura de centrar el concepto de felicidad en andar excitándose la fiera del deseo del consumo como quien se masturba en frío, en vez de disfrutar del dulce bálsamo que goza el que la deja apaciguada, no tanto para el mismo, sino para lo que llaman Bien Común y supervivencia de la especie. Porque era al revés como había que replantear la historia: si él seguía con sus viejas cacerolas tan contento, al no tener de otras ni asomo de deseo, contribuía a que el cacerolero no tuviera que tener necesidad de trabajar, terrible concepto nunca suficientemente maldecido, poniendo su granito en parar un poco la triste cadena currelaria, que siempre hacía al final falta mover, en la que sufre desde el más vulgar de los pringados hasta el más sagrado recurso del Planeta. Pues lo que hay que hacer señores, es paralizar en lo posible la calentura de la anfeta que nos mete al proceso productivo la puta economía de mercado.
Y cualquier intento de solucionar la crisis desde la reactivación es empujar la bola del desastre todavía un poco más allá del punto sin retorno. Pero en esa locura coincidían todas las tendencias. Y él no sabía si le daba más miedo el que los chefs dirigentes del cotarro, y los pinches alternativos marmitones que aspiraban a meter mano en la receta, lo hicieran tan mal por ser malos cocineros, o por un tipo oculto de maldad que buscara como divertimento arruinar el guiso, cargarse los cacharros y dejar abrasada para siempre la cocina.
Pero a lo mejor, se dijo con horror viendo lo cierto de la posibilidad, lo peor iba a ser que resultara la culpa del mal rollo que se estaba cocinando un puro asunto de genética.
Y entonces apagó el fogón, salió al espacio abierto bajo las estrellas, se arrascó un poco los güevos, se llevó las manos después a la cabeza, y se puso a pensar muy seriamente si la cosa era ponerse a reír o a llorar.
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