Otra vez me ha ganado el Tiempo. Siempre acaba arrollándome el Tiempo la actualidad de mis escritos. Seguramente por la incapacidad de mi vagancia. Pero tal vez también porque en el fondo no quiera yo hacerlos inmediatos sino dejarles que fermenten en cosas que tengan otra cosa que la tonta información perecedera. Puede que sea arroyármelos, lo que hace el Tiempo con ellos, y entonces tenga un significado de enriquecimiento del texto con sus lodos, como hacía el Nilo con la inundación de sus tierras ribereñas. También, en mi caso, podría jugar ahora con el doble significado que tiene la palabra enrique-cimiento. En cualquier caso, esta vez me pilló el tsunami de los aconteceres cuando estaba intentando trascribir una visión que había tenido al comparar las noticias de las nuevas plazas moras facebuk, que llenaban libertarias las primeras planas de la prensa queriendo ser el fin de una edad media que todavía existiera, con aquella pequeña y vacía de Tánger en que estuve cuando una maricona suiza con perrito me anunció alarmada la detención de Sadán, ocurrida el día anterior y que yo desconocía. Estaba yo ahí intentando sacar jugosas conclusiones comparando la escena de aquél no tan lejano entonces, varado en la tradición fosilizante, con la de este ahora que empezaba a romper con la autoridad de los santos principios de los diques, cuando llegó de pronto el terremoto de Japón poniéndolo todo patas arriba con su ola destructora y su resaca radioactivizante. Los medios no sabían ya a que atender locos por el revuelo de noticias y ganancias. Yo me dije que venía muy bien el empuje de la Naturaleza para meterlo en ese escrito que escribía dedicado a los maremotos sociales de la Piara, para dar profundidades cósmicas a mis imaginaciones, y en la consecución de esa idea, intentando plasmar lo poco que somos frente al Cosmos, la vanidad de nuestras vanidades, y lo gilipolla y suicida que es nuestro concepto de progreso, me pilló el anuncio de que para parar la pelea de los libios, el mundo occidental se metía a saco en guerra pacifista y había tirado más de cien misiles en los primeros diez minutos de su intervención. Se me seguía escapando el tiempo probando describir los turbios intereses que veía en las buenas intenciones que nos trataban de vender y si no sería para muchos insurgentes peor el remedio que la enfermedad, cuando de pronto saltó al marcador informativo la noticia sorpresa del linchamiento de Osama. Bin. La den. Flipé. De golpe. Con la película. Por un momento deje todo lo otro y me dediqué a plasmar mi asombro en un escrito sobre esa mala copia del guión de El caso Bourne que los altos poderes de mi mundo ofrecían a la pantalla planetaria como algo que tenía que ser espectacular en todos los sentidos. Sin embargo era un plagio barato tan lleno de fallos en el hilo argumental que pronto perdió la credibilidad que toda trama narrativa tiene que tener para que enganche. El flim era malo. Y aunque a los productores no les importaba porque entre el público al que se dirigía estaba funcionando, a mí se me cayó el interés rápidamente. Además empezaban en mi reino unas elecciones que iban a ser las más aburridas de su historia. Encima, cuando pensaba que quizás debería decir algo también a ese respecto, le salió a la campaña electoral un grano en el culo. La verdad es que pequeño, pero alarmante como todo grano persistente en ese sitio. Y de una génesis infecciosa que era, para más inri y más interconexión de la pelota, la misma que las de las revoluciones de las plazas moras que tanto habían celebrado las voces de las agencias oficiales, y que era la idea primera que estaba tratando de desarrollar en mi escrito cuando me lo arrolló el arroyo del Tiempo con tantas novedades: El cabreo facebuk, que amanecía con Sol en las españas. Aunque aquí pillaban de principio algo tan significativo como el nombre de un viejo carca del Sistema que había lanzado en un panfleto betseler la rabia que le da el que le haya salido tan hijoputa el hijo que crió con su política. Gustan de llamarse, pues, indignados. Y a mi de pronto en el momento me producen una mezcla rara de entusiasmo del entretenimiento con el recuerdo dejavú de antaños viscerales parecidos, que dieron después en la cocina estos caldos que ahora nos tenemos que tragar. Sí, me dije de seguida, desde luego es algo que da alegría ver y que no estaría mal que prometiera. Que ojalá prometa. Que quisiera poder creerme que promete que puede al menos prometer. Sería tan hermoso que provocaran de verdad la sorpresa incuestionable que creen que provocan… Nada puede competir con la euforia contagiosa de los sueños colectivos, decían indignados en un cartel de una de sus plazas. Pero la propia imagen que lo dice me habla, más que de júbilos naciendo irresistibles, de algún tipo triste de ilusión quizás ya en el fondo perdida antes de nacer. Y la verdad que encierra la frase que transcribe me lleva otra vez de vuelta a lo que yo escribía sobre las primigenias plazas moras facebuk hace unos días. Porque es verdad. Nada hay más dulcemente vano, cuando existe, que el azúcar de feria de esa euforia. Ese es el gozo arroyador que yo veía correr por las plazas de los moros, allí si que en forma de río impetuoso. Y dejarse arrastrar por sus delicias mientras dure es el único provecho que van a conseguir, decía yo deseando que supieran aprovechar al máximo su efímera delicia. ¿A mi también me gustaría gustar la euforia esa?, pues ni de querer gustarla estoy seguro. Por un lado porque sé que siempre su placer algodonoso se deshace al contacto con la boca. También porque dispongo de las comodidades mínimas, sentado aquí en mi silla desmontable, con ruedas, del Alcampo. Pero es que tampoco tienen las plazas mías el mismo poder de sugestión que aquellas. Aunque con un ideario más sublime y elevado, la euforia que comunican no sale tan a chorro, ni con la misma frescura, ni con el mismo brillo, ni con el mismo empuje. Yo no puedo dejar de ver en ella remakes flojos de corrientes que ya he visto. En las que me tiré a nadar una vez, desnudo y de cabeza. Y no encuentro en su ruido ninguna melodía que parezca nueva de verdad a mis oídos. Por más que a ratos quiera tanto oírla que casi llegue a oírla por un rato. Mucho menos puedo creer que su caudal prometa de verdad llegar a replantar el infecto plantel en que vivimos. Sin embargo, ojalá fuera. Aunque no fuese para nada nuevo ni mejor. Y, bueno, algo sí han hecho con su aparición, aunque sólo haya sido servir de fondo para contrastar el patetismo del retrato que ofrecen los políticos: esos mítines tan caros como muertos, llenos de gente babosa meneando banderitas a guías revenidos con sonrisas complacientes jugando al aburrimiento de hacer creer a una masa de tontos que en caso de ganar van a ser todo lo que nunca han sido. Nunca han aparecido tan ridículos. El otro día pasé por una calle de un pueblo mediano cualquiera. De cada farola colgaba todavía un cartel con una foto de un menda que decía en primer plano con su sonrisa repeinada por un asesor de imagen que podías confiar en él. O que con él qué se yo podías confiar en que pasara. En cualquier caso ya había pasado todo lo que tenía que pasar, y sus fotos tenían aún más ese qué se yo de anacronismo repugnante. Había varios modelos. Con diferentes jetas y partidos. Pero todos exactamente iguales de antiestéticos. Mira que eran cipollos. ¿Cómo podía no darles vergüenza la exposición pública de su profunda cipollez? Qué falta de pudor, pensé con asco. Ser así y dejar colgar tu imagen por todas partes para que todos tuvieran que tragársela. ¿Cómo se atrevían? ¿A quién creían engañar? Sentí vergüenza ajena. Después abstraje y me di cuenta de que como la ristra de los de aquel paseo así eran todos. Daba igual en qué país y en qué pelaje. Pero más susto que ver que había en la vida quien era capaz de no ver la mierda que era hasta ese límite, me dio comprender que ellos sabían muy bien que daba igual saber que van a acabar las efigies de sus jetas rodando cipollas por yermos y cunetas con el viento, hasta que las consuma el sol y las desgaste la fuerza de los elementos, porque siempre hay otros más cipollos que ellos que son los que les van a dar poder y gloria, aunque sea cutre. Y sí, nunca habían lucido tan insulsos y tan rancios. Tan absurdos, tan inservibles y tan insignificantes. Que al contraluz del Sol de estas plazas nuevas. Pero pasa como con los productores de la Operación Jerónimo, el plagio de El caso Bourne, que les da igual la calidad mientras la peli les funcione con su público. Y a algunos les funciona. Mejor que nunca. Al menos por ahora. La mejor frase que he encontrado para pintar la situación ha sido una llamada en el contestador de Siglo XXI, un menda dejó dicho cantarino simplemente: “Tengo una España vestida de azul con su camisita y su canesú”. Y me ha parecido una melodía tan capaz de desarrollar la sinestesia del olor, del tacto, del sabor, del sonido y de la imagen, de lo que nos está cayendo encima que la he puesto de título de esto.
Después, tirando de su hilo conductor he ido devanando el embrollo que tenía en la cabeza.
Y ahora, me voy a colgar corriendo la madeja. Antes que el soplo del Tiempo acabe embrollándomela otra vez por nuevos derroteros.
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