Joder, veinte años ya. Es lo que se me vino a la cabeza al oír lo de la celebración de la caída del Muro de Berlín. Y después la consabida pregunta de dónde estaba entonces yo me llevó a Madrid, al zulo que habitaba en el Rastro donde estaba viendo en directo por la tele las mismas imágenes que ahora repetían y repetían sin cesar como pienso procesado para el vulgo. La tele era una antigüedad de los sesenta que unos amigos me habían pasado, portátil y en blanco y negro con una antenilla extensible y otra de alambre en forma circular. Marta en su casa de Lavapiés tenía una grande y en color que venía de la basura, pero que había que darle cada dos por tres un golpe para que funcionara. Tales eran entonces los niveles económicos y de interés en el consumo de la comunicación. Yo ya hacía meses que había visto que aquello se caía, pero recuerdo que mi entorno no se podía creer que una cosa así fuera a pasar, ni que no tuviera que correr la sangre si pasaba. No hacía falta ser clarividente desde luego. Lo mismo que tampoco había que serlo para saber que lo que venía después era la unión de las dos alemanias sin remedio y que eso, lejos de traer desequilibrio alguno, lo que traía era la consolidación del Sistema que iba rodando echando leches a alcanzar la incuestionable cumbre de lo del Bienestar, que entonces todavía ni soñaba con atreverse a ponerse ese nombre. Sin embargo, ¡cuantísima tinta y papel y tiempo de programación se consumió en los medios! Cuánto ganapán de los debates hizo su agosto y de cuánto aburrimiento nos sacó el tema en ratos de cañas y tapeo. Aquello vino a ser como una inyección de vitaminas a no sé qué tipo de esperanzas. Berlín retomó la antorcha que había animado la Movida Madrileña, y durante un tiempo volvió el relumbrón de la revuelta espontánea de la gente, en un escenario más universal y con un rollo filosófico en plan más sesudo y académico. Volvió a correr cierto aire fresco de ideas rompedoras que enseguida también se fueron integrando al molde con el reparto de puestos y la desilusión de la cotidianidad. Llegó por fin a escala global el desencanto llano lleno de consumo. Y ahora ha llegado la gran celebración con chunda chunda en todo el universo. To er mundo a celebrar la Libertá. Nuestra reliberada libertad (porque aunque es la misma filfa que teníamos nosotros al pasársela a ellos se ha revalorizado, o no sé... pero algo así nos venden. la Libertá por aquí, la Libertá por allá, la Liberta la Liberta...). Congratulémonos en la Libertá. Para que nunca más pasen cosas semejantes, dicen. Pues bueno. Vale. Mejor que haya caído que no que siguiera todavía. Pero algo me repugna al ver todos esos gerifaltes juntos, llenándose el buche a bocanadas de palabras tan huecas como celebrales. Dice el refrán, de lo que carece el corazón habla la boca. Y algo huele muy mal en esta maravilla de Orden que festejan por muy único que sea ¿Por qué no saca punta ningún informativo al contraste que supone esta aclamación mundial con lo que el mundo hace en Gaza? Pero vale, ya me callo, que hoy en día lo peor es ser un aguafiestas. Celebremos, celebremos. Por qué no. De todas formas para lo que importa, nos va a dar lo mismo celebrar que cagarnos en la leche por algo que, además, no sabemos siquiera precisar. Y yo, la verdad, eché de menos no andar el otro día por los berlines para haber salido a la calle a ver. La gente en los actos culturales, los actos culturales en la gente, la culta recreación de la caída en el dominó del muro de fichas multiculti cayendo cultamente con la medida precisión de la máquina conmemorativa que establece los cultos presupuestos democráticos de la gran subsecretaria de Cultura. Porque la celebración consiste en una sobredosis cultipedagoga. Hasta a los políticos cruzando en comandita la Brandenburguer Tor con paso ceremonial bajo paraguas me hubiera ido yo a ver tan ricamente. Toda la banda junta. Por qué no. Puestos a celebrar, celebremos y hagámonos la foto. Por cierto que les faltó cogerse por el brazo en plan campechanón. Lástima, porque puestos en ese estilo podría haberles enseñado mucho el rey de España. Y los fuegos artificiales me hubiera ido yo a ver. Siempre me gusta a mí la pirotecnia de las celebraciones. Da igual por lo que sean, tienen algo mágico en lo de quemar materia en pro de lo superfluo con gran estruendo y colorido. Pero no estaba yo allí, como tampoco estuve aquél día glorioso que lo tiraron a mazazos, y por eso tuve otra vez que conformarme con mirar lo que me daban por la tele, ahora en color y de las de las ofertas del Alcampo.
Yo llegué a Berlín tres años después de la caída. Aún se notaba la enorme cicatriz enteramente. Siempre sabías si estabas en el Este o el Oeste y eso pasaba a veces sólo con cambiar de acera. No paraba de flipar. Viví primero en Wedding, en el Oeste. Después alcance todavía a escuatear un piso en el Este, que llevaba cerrado toda la Guerra Fría, en la Pinkstrasse del mítico Friedrichain. Pero de pronto, una mañana nos despertaron dos neoejecutivas exsoliscayanas de una neoinmobiliaria recapitalista para comunicarnos, muy excitada por el papel de su neofunción, que aquello no era nuestro sino de su empresa y que debíamos salir en el plazo de dos días si no iba a venir la policía, ¡polizei, polizei!, acabó gritando como loca mientras se le caían por el suelo, del nerviosismo que le causaba la falta de costumbre en la representación del nuevo ordenamiento, los papeles del montonaco de carpetas que llevaba encima. A la que iba de jefecilla, porque aunque eran dos, la de detrás estaba tan tranquila en su papel de segundona y no decía ni mu porque sólo había una responsabilidad y la acaparaba por completo la otra. Mira cómo se fundamentan desde el principio los principios de la nueva jerarquía, me dije yo medio dormido contemplando en la escena los resortes que cambiaban la ciudad minuto a minuto. Hacía un año ya de las batallas campales de los okupas contra la especulación, cuando la gran ilusión de los primeros momentos del cambio. Llegó a haber varios muertos. Pero aquella era una guerra perdida ya antes de empezar, y los pocos edificios escuateados que quedaban eran escaparates libertarios controlados por la máquina que ahora ha construido el dominó y que entonces empezaba a gestionarse. Y yo me cambié a vivir a un piso de un amigo que no lo utilizaba porque tenia otro mejor de un amigo que no estaba. En Treptow. También en el Este gris, pero a un descampado y un canal de Creuzvert, uno de los barrios más animados del Oeste. Eso era una de las cosas típicas de aquel Berlín, los edificios fantasmagóricos y los descampados. Enormes. Las huellas dejadas por la guerra que no se habían vuelto a reconstruir. Uno de los más grandes era el de la Postdamer Platz, que tenía incluso un campamento de carromatos de hipis y gitanos perdidos en un rincón de aquél vasto vacío. Joder, allí, decía yo siempre, cabía medio Granada. Pero por todas partes había ese tipo de Baldíos y desordenes. La estructura urbana era una continua paradoja. Por ejemplo, todo era doble. Había dos zoológicos, dos óperas, dos planetarios, dos... Y un montón de centros. Porque se daban circunstancias como que en cualquier sitio de la ciudad que uno estuviera, siempre se tenía al lado un centro y una periferia. No era fácil volver a coser las dos ciudades, pero se pusieron a ello desde el primer momento tan concienzudamente como es proverbial en lo alemán. Sin prisas y sin pausas de verdad. Con sistema. Cada día aparecía una fachada remodelada, una nueva obra que surgía, una grúa más que se elevaba, una tienda que aparecía sola en una calle antes yerta y pronto llena de comercios. Cada vez más deprisa durante los tres años que anduve por allí las cosas se fueron trasformando a toda leche. Y el baldío de la Postdamer Platz, que al principio era un descampado enorme y oscuro con una boca de metro en medio mitá de la nada (donde por las noches los fines de semana se creaba un mercado clandestino de polacos que venían a vender desde primores de ganchillo hechos a mano por las viejas hasta armas primorosas de los viejos arsenales de la URSS y que, de la misma forma que surgían de la nada entre las sombras, por cientos, de repente, a poner los tenderete que formaban el mercado alumbrado con linternas, desaparecían en cuanto que llegaba la policía en un instante de alarma tras el que otra vez volvía a no haber nada), cuando me vine en el noventa y seis todo él era ya un montón de zanjas para cimentaciones y un bosque de grúas, que era el más grande y más alto que nunca había yo visto. El mercado polaco, lo mismo que el campamento de hogueras y carromatos y tantas otras cosas, había desaparecido para siempre. Y el nuevo centro en ciernes, la mayor construcción del mundo en el momento, celebraba el futuro capitalismo de la nueva capitalidad iluminando con reflectores gigantescos una cubeta de oro que colgaba en to lo alto de una de las grúas en medio del jaleo constructivo. Por rumbo no iba a quedar el rumbo que tomaba lo de la reconstrucción.
De aquel tiempo recuerdo muchas cosas entrañables. Si las tuviera que resumir en un flash sería bicicleteando en primavera, flotando a través de la templanza de las noches sobre el aroma de los tilos entre tequila y tequila de garito en garito. O cruzando el puente de Warchsauerstrasse en invierno con veinte bajo cero, drogado por la inhospitalidad de la vasta extensión de vías negras sobre el blanco helado de la nieve con el Pirulí al fondo, allá a tomar por culo al otro lado de la vacía oscuridad, volviendo a pata de Friedrichaine camino de Treptow. Se te corrían las lagrimas del frío en medio de la nada congelada y nunca estaba seguro de que no fuera aquella noche la que no alcanzara la otra orilla. Friedrichain era entonces el barrio gris por excelencia, donde no había nada de nada y, en invierno, por sus calles renegrías y maltrechas sólo corría el gélido viento cargado de fantasmas de la guerra y los ecos socialistas. El único sitio caliente era la cocina de Eckhart, que la calentaba dejando abierto y encendido el horno del fogón de gas. Era muy estrecha pero allí nos apelotonábamos en torno de una mesa a trasegar vino café cerveza y comer el arroz que preparaba Baldomero, un peruano que vivía con él, y sobre todo a darle a la cháchara sin parar, oyendo vinilos de rock de los setenta y fumando un cigarro tras otro hasta que se hacía necesario abrir la ventana que daba al patio interior, aunque entrara el frío glacial, antes de asfixiarnos. El resto de la casa era un frigorífico y a veces no había agua en el lavabo porque se habían congelado las cañerías. A veces íbamos al único bar que había por allí. No recuerdo el nombre pero sí que habían reciclado las cabezas de las estatuas de bronce de no sé que insignes dirigentes comunistas, enormes, y que las habían dispuesto para servir de asiento a los culos de los bebedores de cerveza. No podían haber tenido mejor fin señores tan mandones, ver sus ilustres calvas lustradas por el roce con las nalgas de los borrachines.
En el Este no había teléfonos, y en nuestra imaginación no había ni idea de lo que iban a ser luego los móviles. Tampoco había ni soñación de los turistas. Y el aire en el invierno olía al carbón de los ofen de cerámica que había en cada apartamento por norma de obligado cumplimiento de la construcción.
Luego, me fui y no he vuelto a Berlín, desde finales de los noventa hasta hace un par de años. El cambio, y puesto que es de la caída la celebración, se podría resumir en algo así: El Muro ha pasado de ser un apartarrebaños a ser un atraeborregos.
Ahora los ofen están prohibidos por leyes anticontaminación. Y, como es normal, no hay dios que no tenga móvil ni portátil y conexión a la Red. Los descampados han sido construidos. Los viejos edificios abandonados son ahora relucientes templos del consumo o grandes altares de cultura. La práctica totalidad de las viviendas están remodeladas. Las calles del este tienen ahora más comercios y negocios que el oeste. Friedrichaine se ha convertido en el barrio de moda, y está lleno de bares y de restaurantes multiétnicos que miles de turistas, movidos por la industria de la marcha, vienen a llenar masivamente. Por la noche no cesa el centelleo de los flases de las minicámaras de alta definición en las terrazas. Eckhart sigue allí pero en un luminoso ático con azotea. Su nueva cocina es más cuadrada y sigue siendo acogedor centro diario de debate, trinque y fumadero, pero ahora la calefacción es central, la música global bajada en mp3, y la ventana, que da a una vista abierta al cielo berlinés con el Pirulí sobresaliendo en el horizonte sobre el mar de tejados, se abre en cuanto que se enciende un cigarro como forma de ir luchando contra la malvada nicotina que no se puede dejar, sobre todo cuando hay algún amigo como yo, que ha pasado de ser nicotinómano profundo a maniático antinicotina. Del análisis comparativo de estas dos cocinas se podría sacar un estudio impagable con todo lo que de verdad interesa sobre el cambio que ahora se celebra. De la brecha antigua del Muro sólo queda la estética cicatriz conmemorativa que marca a los turistas, con una doble hilera de adoquines, el antiguo emplazamiento, y un trozo de muro verdadero decorado con grafitis que, pintados en el fragor de la caída, alcanzaron el estatus de inmortal obra de arte en el mismo momento en que se empezaron a pintar, y que con la celebración se han vuelto a repintar para borrar los grafitis posteriores que el tiempo les fue superponiendo y que no han tenido la suerte ni el derecho de ser considerados tan arte como los primeros.
Yo espero que pronto vuelvan a estar los grafitis oficiales llenos de grafitis. Y que siga la capital de Eurasia siendo tan marchosa y sorprendente. De verdad. Por ello brindo (aunque ya casi no bebo). Y le dedico este bolero, no sé muy bien por qué. No por nostalgia del pasado y menos de antiguas estructuras. Quizás un poco por eso de que nada acaba siendo como se quería que fuera. También algo por lo del divino tesoro que se fue para no volver. Por supuesto como un homenaje a la ilusión efervescente. Y desde luego, por el nombre. Veinte años.
Yo llegué a Berlín tres años después de la caída. Aún se notaba la enorme cicatriz enteramente. Siempre sabías si estabas en el Este o el Oeste y eso pasaba a veces sólo con cambiar de acera. No paraba de flipar. Viví primero en Wedding, en el Oeste. Después alcance todavía a escuatear un piso en el Este, que llevaba cerrado toda la Guerra Fría, en la Pinkstrasse del mítico Friedrichain. Pero de pronto, una mañana nos despertaron dos neoejecutivas exsoliscayanas de una neoinmobiliaria recapitalista para comunicarnos, muy excitada por el papel de su neofunción, que aquello no era nuestro sino de su empresa y que debíamos salir en el plazo de dos días si no iba a venir la policía, ¡polizei, polizei!, acabó gritando como loca mientras se le caían por el suelo, del nerviosismo que le causaba la falta de costumbre en la representación del nuevo ordenamiento, los papeles del montonaco de carpetas que llevaba encima. A la que iba de jefecilla, porque aunque eran dos, la de detrás estaba tan tranquila en su papel de segundona y no decía ni mu porque sólo había una responsabilidad y la acaparaba por completo la otra. Mira cómo se fundamentan desde el principio los principios de la nueva jerarquía, me dije yo medio dormido contemplando en la escena los resortes que cambiaban la ciudad minuto a minuto. Hacía un año ya de las batallas campales de los okupas contra la especulación, cuando la gran ilusión de los primeros momentos del cambio. Llegó a haber varios muertos. Pero aquella era una guerra perdida ya antes de empezar, y los pocos edificios escuateados que quedaban eran escaparates libertarios controlados por la máquina que ahora ha construido el dominó y que entonces empezaba a gestionarse. Y yo me cambié a vivir a un piso de un amigo que no lo utilizaba porque tenia otro mejor de un amigo que no estaba. En Treptow. También en el Este gris, pero a un descampado y un canal de Creuzvert, uno de los barrios más animados del Oeste. Eso era una de las cosas típicas de aquel Berlín, los edificios fantasmagóricos y los descampados. Enormes. Las huellas dejadas por la guerra que no se habían vuelto a reconstruir. Uno de los más grandes era el de la Postdamer Platz, que tenía incluso un campamento de carromatos de hipis y gitanos perdidos en un rincón de aquél vasto vacío. Joder, allí, decía yo siempre, cabía medio Granada. Pero por todas partes había ese tipo de Baldíos y desordenes. La estructura urbana era una continua paradoja. Por ejemplo, todo era doble. Había dos zoológicos, dos óperas, dos planetarios, dos... Y un montón de centros. Porque se daban circunstancias como que en cualquier sitio de la ciudad que uno estuviera, siempre se tenía al lado un centro y una periferia. No era fácil volver a coser las dos ciudades, pero se pusieron a ello desde el primer momento tan concienzudamente como es proverbial en lo alemán. Sin prisas y sin pausas de verdad. Con sistema. Cada día aparecía una fachada remodelada, una nueva obra que surgía, una grúa más que se elevaba, una tienda que aparecía sola en una calle antes yerta y pronto llena de comercios. Cada vez más deprisa durante los tres años que anduve por allí las cosas se fueron trasformando a toda leche. Y el baldío de la Postdamer Platz, que al principio era un descampado enorme y oscuro con una boca de metro en medio mitá de la nada (donde por las noches los fines de semana se creaba un mercado clandestino de polacos que venían a vender desde primores de ganchillo hechos a mano por las viejas hasta armas primorosas de los viejos arsenales de la URSS y que, de la misma forma que surgían de la nada entre las sombras, por cientos, de repente, a poner los tenderete que formaban el mercado alumbrado con linternas, desaparecían en cuanto que llegaba la policía en un instante de alarma tras el que otra vez volvía a no haber nada), cuando me vine en el noventa y seis todo él era ya un montón de zanjas para cimentaciones y un bosque de grúas, que era el más grande y más alto que nunca había yo visto. El mercado polaco, lo mismo que el campamento de hogueras y carromatos y tantas otras cosas, había desaparecido para siempre. Y el nuevo centro en ciernes, la mayor construcción del mundo en el momento, celebraba el futuro capitalismo de la nueva capitalidad iluminando con reflectores gigantescos una cubeta de oro que colgaba en to lo alto de una de las grúas en medio del jaleo constructivo. Por rumbo no iba a quedar el rumbo que tomaba lo de la reconstrucción.
De aquel tiempo recuerdo muchas cosas entrañables. Si las tuviera que resumir en un flash sería bicicleteando en primavera, flotando a través de la templanza de las noches sobre el aroma de los tilos entre tequila y tequila de garito en garito. O cruzando el puente de Warchsauerstrasse en invierno con veinte bajo cero, drogado por la inhospitalidad de la vasta extensión de vías negras sobre el blanco helado de la nieve con el Pirulí al fondo, allá a tomar por culo al otro lado de la vacía oscuridad, volviendo a pata de Friedrichaine camino de Treptow. Se te corrían las lagrimas del frío en medio de la nada congelada y nunca estaba seguro de que no fuera aquella noche la que no alcanzara la otra orilla. Friedrichain era entonces el barrio gris por excelencia, donde no había nada de nada y, en invierno, por sus calles renegrías y maltrechas sólo corría el gélido viento cargado de fantasmas de la guerra y los ecos socialistas. El único sitio caliente era la cocina de Eckhart, que la calentaba dejando abierto y encendido el horno del fogón de gas. Era muy estrecha pero allí nos apelotonábamos en torno de una mesa a trasegar vino café cerveza y comer el arroz que preparaba Baldomero, un peruano que vivía con él, y sobre todo a darle a la cháchara sin parar, oyendo vinilos de rock de los setenta y fumando un cigarro tras otro hasta que se hacía necesario abrir la ventana que daba al patio interior, aunque entrara el frío glacial, antes de asfixiarnos. El resto de la casa era un frigorífico y a veces no había agua en el lavabo porque se habían congelado las cañerías. A veces íbamos al único bar que había por allí. No recuerdo el nombre pero sí que habían reciclado las cabezas de las estatuas de bronce de no sé que insignes dirigentes comunistas, enormes, y que las habían dispuesto para servir de asiento a los culos de los bebedores de cerveza. No podían haber tenido mejor fin señores tan mandones, ver sus ilustres calvas lustradas por el roce con las nalgas de los borrachines.
En el Este no había teléfonos, y en nuestra imaginación no había ni idea de lo que iban a ser luego los móviles. Tampoco había ni soñación de los turistas. Y el aire en el invierno olía al carbón de los ofen de cerámica que había en cada apartamento por norma de obligado cumplimiento de la construcción.
Luego, me fui y no he vuelto a Berlín, desde finales de los noventa hasta hace un par de años. El cambio, y puesto que es de la caída la celebración, se podría resumir en algo así: El Muro ha pasado de ser un apartarrebaños a ser un atraeborregos.
Ahora los ofen están prohibidos por leyes anticontaminación. Y, como es normal, no hay dios que no tenga móvil ni portátil y conexión a la Red. Los descampados han sido construidos. Los viejos edificios abandonados son ahora relucientes templos del consumo o grandes altares de cultura. La práctica totalidad de las viviendas están remodeladas. Las calles del este tienen ahora más comercios y negocios que el oeste. Friedrichaine se ha convertido en el barrio de moda, y está lleno de bares y de restaurantes multiétnicos que miles de turistas, movidos por la industria de la marcha, vienen a llenar masivamente. Por la noche no cesa el centelleo de los flases de las minicámaras de alta definición en las terrazas. Eckhart sigue allí pero en un luminoso ático con azotea. Su nueva cocina es más cuadrada y sigue siendo acogedor centro diario de debate, trinque y fumadero, pero ahora la calefacción es central, la música global bajada en mp3, y la ventana, que da a una vista abierta al cielo berlinés con el Pirulí sobresaliendo en el horizonte sobre el mar de tejados, se abre en cuanto que se enciende un cigarro como forma de ir luchando contra la malvada nicotina que no se puede dejar, sobre todo cuando hay algún amigo como yo, que ha pasado de ser nicotinómano profundo a maniático antinicotina. Del análisis comparativo de estas dos cocinas se podría sacar un estudio impagable con todo lo que de verdad interesa sobre el cambio que ahora se celebra. De la brecha antigua del Muro sólo queda la estética cicatriz conmemorativa que marca a los turistas, con una doble hilera de adoquines, el antiguo emplazamiento, y un trozo de muro verdadero decorado con grafitis que, pintados en el fragor de la caída, alcanzaron el estatus de inmortal obra de arte en el mismo momento en que se empezaron a pintar, y que con la celebración se han vuelto a repintar para borrar los grafitis posteriores que el tiempo les fue superponiendo y que no han tenido la suerte ni el derecho de ser considerados tan arte como los primeros.
Yo espero que pronto vuelvan a estar los grafitis oficiales llenos de grafitis. Y que siga la capital de Eurasia siendo tan marchosa y sorprendente. De verdad. Por ello brindo (aunque ya casi no bebo). Y le dedico este bolero, no sé muy bien por qué. No por nostalgia del pasado y menos de antiguas estructuras. Quizás un poco por eso de que nada acaba siendo como se quería que fuera. También algo por lo del divino tesoro que se fue para no volver. Por supuesto como un homenaje a la ilusión efervescente. Y desde luego, por el nombre. Veinte años.
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