8 ago 2009

Rollos matutinos 24


Escena de verano con símil y moraleja de la vieja.
La escena es un camión que vende sandías, está en la encrucijada de dos calles principales de un pueblecillo de la sierra, y yo que lo he visto y voy a comprar una porque se me ha acabado la última que compré y gusto yo de hartarme de sandía en las noches de verano a las tres o las cuatro de la mañana cuando me levanto a mear medio dormido. De que voy llegando al camión veo que son gordas pero se nota ya de lejos que no tienen ese lustre inconfundible que la sandía fresca y tersa tiene que tener. Habrá que andar con cuidado para no pillar una pasada, que no hay cosa que más asco me dé que una sandía de carne desmayada y blandengosa. Me digo mientras acabo de llegar. Hola, ¿qué tal las sandías?. Mu buenah, ¿Cuantah quiere uhté?. El vendedor es un viejo tratante con larga carrera de trapicha, chalán y buhonero, que está en medio del montón de sandías mirándome desde lo alto de la trampilla del camión. Una, pero... la quiero que esté buena, que no esté pasada, ¿sabe?, que tenga la carne crujiente..., que no salga blandengue. No sé como explicar lo que quiero decir, pero él sabe perfectamente lo que estoy diciendo. Salen toah mu buenah, contesta en su papel. A ver esta de aquí, le digo para que me alcance una grande que está al borde mismo de la caja. La palpo, plash plash, y veo que no me engañaba la vista, está pasadilla. Si está o no pasada una sandía es muy fácil de saber, otra cosa es si va a estar buena de sabor, más o menos dulce, más o menos roja... Pero para saber si está pasada, basta con palparla. Coges la sandía con las dos manos y con una le das unas palmadas, plash plash, y tienes que sentir en la otra el eco de esas palmadas muy muy vibrante, brillante, muy vivo, muy... de que lo que vibra está pletórico, henchido, turgente. Cuanto más agudo sea ese eco mejor, y si deja duda de ser un poco opaco... Malo. Te va a salir blandengosa. Está... está ya un poco pasada, le digo, mire a ver si hay alguna por ahí que esté... que no esté pasada. Le acabo diciendo no encontrando otro modo de decirle lo que le quiero decir y que él ya sabe. Él, siguiendo en su papel de trapicha experto, me dice que están todas muy buenas, que mire esa que se ha rajao ella sola de lo buena que está (luego sabe perfectamente a lo que me estoy refiriendo y que tiene la mayoría de sus sandías que se le están empezando a pasar), al tiempo que me pregunta, dirigiéndose al montón, si la quiero gorda o chica. Hombre... más bien gorda, le digo (porque algo que siempre he tenido claro, aunque no sabría decir por qué, es que la sandía es mejor cuanto más gorda), pero sobre todo que esté... cómo tiene que estar una sandía, que no quepa duda de que no esta pasada. Eso se nota rápido, le aclaro didáctico, en cuanto que se la palmea, en la vibración se conoce enseguida. Ehta ehtá buena, me dice trayéndome un sandión enorme que me alcanza desde la trasera de la plataforma. La palmeo y no. No está pasada pasada pero no. Entonces viene lo de siempre que tengo que enfrentarme a un sandiero barrera que impide que yo tiente todas las sandías que crea conveniente hasta dar, o no, con una que no me deje dudas. En este caso, además del corte normal que viene impuesto por esa actitud silenciosa del tendero de turno que viene a dejarte patente sin decir una palabra lo de que me estás toqueteando todas y no te vas a llevar ninguna, está la barrera física de la altura del camión que me impide echar mano a otras que no sean las que él me vaya alcanzando. Marrón de emplazamiento que juega a su favor. Sobre todo cuando deben de quedar pocas en todo el montonazo que reúnan las condiciones precisas, y el chalán está subconscientemente interesado en vender, oye, las que más prisa corra de vender. Te queda la de calibrar a ojo y decir, tráigame aquella, aquella de allí a ver.. y según te vaya trayendo y tú desechando te vas hundiendo más y más en el lodo de tener que comprarle alguna y cada vez más pronto... Trato de explicarle que no es por nada pero que yo, oye, sé lo que me digo y conozco muy bien las sandías, porque de pequeño pasé muchos años en el campo entre cultivadores de Castilla y desde entonces tenía buena mano yo para... Y le explico lo mejor que puedo cómo tiene que vibrar una sandía buena de verdad. Pero él responde que están saliendo mu buenah mu buenah y que de verdá, que eza zandía ze la puede uhté llevá con confianza porque ehtá mu buena, ya lo verá uhté. Y añade una explicación de por qué la sandía gorda es mejor que una chica, que es verdad que nunca, por más obvia que resulta, me había yo parado a pensar. La sandía gorda siempre eh mehó porque tié máh corazón. Dice. Si señor, me digo yo, anotándole el punto y diciéndome que había llegado el momento de decidir qué hacer. Plantearle, lo que le tenía que haber planteado, que me deje subir al camión a meter mano por allí hasta que encuentre una que me guste, sé que no lo voy a hacer porque el tío es un buen jugador del poker comercial y me ha desarmado esa baza, que era la mía, sin haberme dejado siquiera planearla. Entonces quedan dos salidas, o no llevarme ninguna, o llevarme la última gordota, que no está perfecta, pero que puede que, al final, no esté tan mala. Me digo sabiendo que me estoy engañando a mi mismo como si fuera tonto, un poco por las ganas de sandía que tengo y un mucho enredado por ese sentimiento absurdo que te lleva a cortarte con o a dolerte del mercanchifle que te la está vendiendo y que es precisamente el impedimento para que tú encuentres, si es que la hay, la sandía que quieres aunque sea subiendo al camión y no dejando ninguna sin palpar, o por lo menos, para que te vayas sin cargar con ningún muerto indeseado. Me la llevaré. A lo mejor está medio bien. Me digo sabiendo que si acaso estará medio mal. ¿Cuanto es?. Esa... cuatro euros. Me dice sin pesarla como haciéndome un barato. Y me voy cargando con ¿doce kilos? de sandía que aunque a todas luces están pasadillos, decido conservar la falsa esperanza hasta el momento en que la abra, para no cargar en ese instante, además de con el sandiáco lacio, con el peso de lo tonto que soy. Ese es precisamente el mecanismo que te acaba de llevar al autoengaño en estos casos. Al menos no ha sido muy cara. Me digo para quitarle peso al muerto. Pero tampoco ha sido tan barata. Me vuelvo a decir mientras la meto en el coche, con ese escozor fino pero persistente que deja el haber sido conducido, como quien no quiere la cosa, a hacer algo a sabiendas de que no querías haberlo hecho, por alguien que ha estado toda su vida haciéndose experto en eso como su mejor y más sutil arma mercante.

El símil a estudiar en realidad son dos. El de la sandia con la vida, y el de la movida de la transacción sandiera anterior con la génesis de muchas relaciones llamémoslas de más profundidad. La sandía y la vida: porque de las dos realmente no sabes nada a ciencia cierta hasta que las abres y las hincas el diente. Aunque con la vida aún después de hincarle el diente sigues sin saber poco más que ciertos aspectos de un sabor inaprensible. Y lo de la movida de la compra de la sandía con lo de las relaciones llamémoslas más serias: porque hay muchos casos en la vida en los que cargas con diferentes tipos de sandías sabiendo qué no molan y que tú lo sabes bien porque tienes mejor que nadie el conocimiento necesario para darte cuenta, y sin embargo te las tragas. Por si de la comparación pudiéramos sacar algún provecho práctico.

La moraleja es por lo tanto pluripinta. La primera, que hay que estar al loro con las situaciones y secretos que domine uno en la vida tan bien como yo lo de la frescura de las sandías para que cuando el otro trate de clavarte el muermo que está tratando de vender le den mucho por culo y se quede con él en su camión. Esta moraleja tiene dos caras, como cualquier objeto de atención, la dicha y esta otra: que aunque el otro sepa mucho sobre la mentira que tú estás tratando de clavarle, si sabes cómo y de qué manera, puedes metérsela hasta doblada si hace falta. Sin que eso te tenga que generar mayor inconveniente en la conciencia. Así que, al loro otra vez. La segunda es que aún en el caso de que te vuelvan a engañar en lo que tú ya sabías, porque sea el otro más fino que tú, no te pierdas la ocasión de sacar provecho de alguna lección que pueda haber surgido en el proceso, como lo de que una razón enunciable de por qué son mejores las sandías gordas es porque tienen, desde luego, el corazón mucho más grande. Entonces, en caso de que te salga pasadilla la bola con la que te acaben cargando, siempre puedes hacer lo que yo he hecho con la sandía, comerme el centro y tirar el borde. La tercera es que, del mismo modo que con las sandías, en que toda la seguridad en el conocimiento que puedas tener se te puede trasformar en el momento de rajarla en una pálida sorpresa, o roja pero insípida, o las dos cosas a la vez e incluso encontrarte en boca con una inexplicable harinosidad en la textura, totalmente inadvertida por el test de la palmada, percatándote de que, tratándose de sandías, incluso los saberes más experimentados fallan sin que ni dios sepa decirnos el porqué, te puede pasar con sea lo que sea que tú creas que es como es con la más completa seguridad. Eso seguro. Cada uno decida si ante el absolutismo de la relatividad, de lo que dicen al final las palpaciones de las sandías, toma el camino de aferrarse erre que erre a la certeza de lo que cree establecido o deja siempre abierta una puerta a la duda razonable por si acaso. Yo, por mi parte, estoy por decir que en ambos casos te vas a acabar comiendo las sandías pasadas que el destino destine que te tengas que comer, y por advertirte que, como del mismo modo vas a tener que cargar con las que hayas dejado sin rajar por temor a que pudieran salir malas, convertidas en irresolubles dudas sobre que quizás, si las hubiera rajado, habrían resultado cojonudas, mejor es no dejarse en esta vida muchas de esas, que por no haberlas rajado pudieran acabar estando eternamente buenas, y perdidas, sin rajar.

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